viernes, 11 de diciembre de 2009

Insomnio

En mi cabeza se agolpan todos los momentos que me han hecho tan felices, empujándose, atropellándose y luchando por imponerse unos sobre otros en una carrera por lograr ser el más doloroso que acabe finalmente conmigo. Te echo de menos. Las imágenes me hacen recordar cómo me mirabas, una tierna sonrisa dibujada en tu boca que reflejaba la mía en una cafetería cualquiera. Tus dedos acariciando los míos. Mis manos revolviéndote el pelo mientras te observo para no olvidar ese momento nunca. Recuerdo cómo te tuve entre mis brazos en un parque cualquiera, cómo mi mano iba recorriendo tus brazos, tu cuello, tu espalda, tus labios que se iban acercando a los míos muy lentamente para intentar darme besos que yo esquivaba con una inocente risita. Te echo de menos. Recuerdo tu respiración de noche, tu olor mientras yo me apoyaba sobre tu pecho para oír los latidos de tu corazón. Tu suave voz susurrándome que me querías, confesándome que era la mujer de tu vida, fundidos en un dulce abrazo de madrugada. Mi piel recorriendo la tuya. Un beso en la frente. Escucho tu voz entrecortada al otro lado del teléfono. Saboreo tus lágrimas. Las mías. Se me acaban las fuerzas y tengo frío. Las ocho de la mañana ya. Te echo de menos.

domingo, 29 de noviembre de 2009

Feria de vanidades

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Desperté de mi sueño. Estaba cómoda, caliente, protegida, segura... Feliz. Abrí los ojos y vi una luz muy lejana. Era inevitable ir hacia ella, algo me impulsaba a caminar, me expulsaba hacia ella. Luché por evitar salir de mi caparazón con uñas y dientes; había estado toda mi vida ahí dentro, no conocía otra cosa, y me negaba a ello.
[Una bofetada].
Estaba saliendo... Me oligaron a hacerlo y sentí que no era bienvenida en ese mundo de hipocresía, de orgullo, de instintos primarios. Abrí los ojos, la luz me mantuvo cegada durante unos instantes, pero poco a poco mi vista se fue acostumbrando a la cruel visión que pude percibir.
Vi una feria de vanidades donde la gente reía y lloraba a la vez, donde sólo importaba el poder y la venganza. Hacía frío, la gente vagaba sola, sin un rumbo fijo, sin ninguna meta ni equipaje. Celos, envidia, lujuria, orgullo, inseguridades, mentiras. Mentiras. Mentiras.
Rompí a llorar. No quería seguir allí, quería volver a mi cálido hogar. Demasiado tarde. Aquella visión fue un tatuaje indeleble en mi vida.
No me gusta lo que veo, aunque sé que no puedo evitar la realidad eternamente.
Ya no quiero volver... pero no perderé mi norte en este asquerosa exhibición de egoísmo e impulsos animales.

sábado, 21 de noviembre de 2009

#3: Su sangre todavía goteaba por los bordes de la mesa. Encendió un cigarro.

Su sangre todavía goteaba por los bordes de la mesa. Encendió un cigarro. Mientras la colilla se consumía, pensó en llamar a Diane, la que podría haber sido su promotora, para contarle la gran obra de arte que había creado aquella tarde, pero prefirió disfrutar de cada calada con la mirada fija en las gotitas de sangre que iban cayendo cada vez más lentamente y manchaban la alfombra. En su cara no se leía ningún sentimiento. Ni dolor, ni placer. Nada. Pero ella estaba feliz, por fin había logrado crear algo verdaderamente bueno, algo por lo que el mundo entero la recordaría. Saldría en los libros de Historia del arte como la precursora de un movimiento que marcaría un antes y un después. La imagen de su estudio daría la vuelta al mundo y por fin se demostraría que tenía el talento que le habían negado en cada portazo.

-Humo, sangre y oscuridad. Blanco, rojo y negro. Esperanza, pasión y agonía... Perfecto, es perfecto— susurró antes de dar su última calada y dejar de respirar.

Su cuerpo yacía desnudo ahora sobre su escritorio. Las luces apagadas, la colilla totalmente consumida, la sala iluminada por las luces de la calle y la sangre todavía fresca sobre la moqueta a modo de firma.

viernes, 6 de noviembre de 2009

#2: Desde hace diez días vago por un desierto de bares buscando la última cerveza...

Desde hace diez días vago por un desierto de bares buscando la última cerveza... En cada uno de mis pasos hacia la tierra prometida me acuerdo de aquellas tardes en la taberna con Eli, Evan y Joe. Casi la mitad de los locales han cerrado sus puertas desde que se aprobó la ley Keltolaki. Las calles apestan a juventud y delincuencia. “Prohibida la venta, exportación e importación, transporte y elaboración”. Maldigo a aquellos puritanos que se creen con la capacidad moral suficiente para dictar normas tan estúpidas como ésta. Me choco con un chico con gorra y cadena, y me grita un “mira por donde pisas, gilipollas” y entiendo que el problema es la falta de control de gentuza como ésta.

Recorro decenas de calles sin nombre con la vista buscando mi burbujeante refugio de color dorado, pero sólo veo desorden, suciedad y caos. Papeleras rotas, contenedores quemados, pintadas, cristales rotos, puertas forzadas, puertas cerradas, sangre y una papelera con restos de comida. Miércoles por la tarde. Apesta. Todo esto apesta. Y sobretodo yo apesto a sudor.

Eli está a punto de perder el bar y en casa las cosas también van mal. Le dije a Evey que salía a dar una vuelta, pero no he vuelto. Ni pienso hacerlo. Estar ahí dentro sólo me asfixia. Ella no entiende que es una jaula para mí, que necesito salir y beber. Y tomar cacahuetes caducados. Y hablar de películas malas. Y comentar las noticias de cualquier periódico gratuito. Y ver cómo Eli se enfada cuando no le dan el dinero en la mano. Y gritarle a Evan cada tarde que levante su culo de mi silla. Y que Joe asienta con la cabeza, analizándonos y juzgándonos en silencio, o mejor dicho juzgando a las clientes y sus encantos femeninos.

Un tipo se me acerca. “Eh, ¿te apetece un trago?”

En voz baja.

domingo, 1 de noviembre de 2009

#1: No hay duda, a mi parecer. Salgo mucho mejor parado cuando no espero el disparo.

No hay duda, a mi parecer. Salgo mucho mejor parado cuando no espero el disparo. No es la primera vez que recibo uno, de modo que sé cómo actuar en cada momento para salir ileso de la próxima. Ned fue quien disparó la última vez, provocándome un cosquilleo desde los pies hasta la cabeza. Nuestras miradas se cruzaron y apretó el gatillo sin piedad, a quemarropa, pillándome totalmente indefenso. Uno. Dos. Tres. Cuatro. Sentí hasta cinco disparos. Me quería muerto. Recuerdo las convulsiones que me provocó aquella noche lluviosa, cómo en aquel momento vi pasar mi vida por delante. Me sobrevino la risa, comienzo a caer. Pulso rápido, sudor frío y fiebre en mi historial médico. Incapacidad de pensar racionalmente. Me dejó destrozado, pero aquello me hizo sentir vivo. Mi tratamiento: más de ella. Me dejé llevar y me convertí en esclavo de sus encantos. Enloquecí, morí y renací con el paso del tiempo. Aquella mujer me destrozó, pero me gustaría que me volviera a matar cada noche como aquella.

sábado, 24 de octubre de 2009

Hora del almuerzo

Les teníamos cogidos de las pelotas. El negro del fondo estaba temblando, detrás del grandullón. Cuando lo pienso fríamente, la escena es muy curiosa. Imagínatelo: dos tipos con manchas de sangre hasta detrás de las orejas apuntando con una pistola a un grupo de cinco tíos enfundados en impecables trajes de cuatrocientos pavos por un aro de cebolla.

Joder, todo es culpa del bastardo de Liam. Una de las principales máximas cuando no quieres buscarte problemas es no hacer preguntas cuyas respuestas no quieres saber. El muy gilipollas tuvo que preguntar qué llevaban aquellos cinco bajo la chaqueta cuando uno de ellos se le adelantó en la cola del local. Liam tuvo que cogerle aquel maldito aro de cebolla para que nos viéramos envueltos en esta situación.

Siete pavos de pie en el mostrador de un establecimiento de comida rápida y unas veinte personas cagándose las patas abajo escondidas bajo sus mesas.

- Largaos antes de que vuestras familias maldigan el día en que os cruzásteis a estos señores —me decía el grandote. Irónico, teniendo en cuenta que su cuchillo multiusos dirigía una mirada suplicante a mi Glock 17.

- Tienes muy malos modales. Pide perdón por haberte adelantado y todos podemos disfrutar de nuestro almuerzo olvidando esto.
Resultaba que uno de ellos tenía una placa de la policía falsa. Liam había estado trabajado con esos malnacidos lo suficiente como para identificar una copia tan barata. Tuvo que interesarse por ella. Tanto tiempo entre ellos ha acabado haciéndole tan mamonazo como ellos.

- El único que tiene malos modales aquí es el soplapollas de tu amigo —miró hacia atrás a sus compañeros—. Entiendo lo suficiente de Derecho como para saber que un robo contempla castigos más severos según la ley que el colarse en una jodida fila de un apestoso Kentucky Fried Chicken.

Te equivocas —mi pistola seguía apuntándole—. Analicemos la situación: Hemos tenido un día horrible en el trabajo dando hostias a tipos que no conocemos y se nos ha abierto el apetito. Nos acercamos al sitio más cercano, hacemos quince minutos de cola. Es sábado y la gente no tiene nada mejor que hacer que ponerse hasta el culo de grasa. Por fin es nuestro turno, pero unos desgraciados se nos adelantan y piden unos malditos aros de cebolla. Son uno veinte, gracias. Pensemos en el modo de preparación: descongelar los aros de cebolla, echarlos en el aceite de la freidora, freír y servir. ¡Perfecto! Disfrute de su dolor de estómago y pase un buen día. ¿Qué nos puede llevar eso, cuatro minutos? Pongamos cinco o incluso seis, tú ganas. Cinco o seis minutos frente a los veinte que hemos estado mi amigo y yo aguantando el hedor de un jodido gordo delante esperando nuestro turno para que un grupo de cabrones se me planten delante.

Los cinco se miraron entre ellos, confundidos por mi aplastante razonamiento.

- Está bien —se pasó la lengua por los labios—. Tú ganas. Pero antes dadnos la jodida placa.

- No deberíais jugar con estas cosas. Podéis toparos con gentuza como nosotros —me giré hacia Liam—. ¿Les devolvemos su plastiquito?

Liam se rascó la cabeza.

- Antes debo daros algo... —dijo Liam mientras se metía la mano en su bolsillo derecho.

Entonces el de la derecha, el que parecía marica, sacó una pipa rápidamente. Estábamos jodidos.

Apreté el gatillo. No recordaba lo del retroceso, mierda. Me pilló despistado y me moví un poco hacia atrás. Fueron sólo unos centímetros, pero los suficientes como para que al maricón le diera tiempo de disparar su semiautomática. Mi bala hizo de la pared del local una bonita obra de arte abstracto, pero ellos me dieron en el abdomen. Era de esperar: los sitios de comida rápida me dejan dolor de tripa. Se largaron sin despedidse, pero lo cierto es que fueron muy considerados al dejarse sus aritos.

Por fin era nuestro turno para pedir, me moría de hambre.

miércoles, 21 de octubre de 2009

A una crítica

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“Estimado Señor Campos:
Me permito la licencia de escribirle este pequeño mensaje como respuesta a su última crítica publicada en El Mundo, periódico para el que trabaja.

Usted tacha de pobre, típica, predecible e inmadura, entre otros adjetivos igualmente afectuosos, a mi última obra. Me alegro de que se haya al menos desplazado hasta el teatro para poder disfrutar de mi comedia sin tener en cuenta aspectos que seguro que un buen profesional como usted no ha considerado, como son el pago que le corresponde a su columna semanal y el vino posterior a la reunión. Sólo quería hacerle un apunte sobre la fragilidad de las críticas, sobre la facilidad de destruir el trabajo de un equipo formado por más de veinte personas que se han dedicado en cuerpo y alma a la representación de un texto escrito a lo largo de más de siete meses.

Recuerdo que la noche anterior al estreno creía que enloquecería por la presión acumulada. Estuve semanas sin dormir y apenas comiendo por los nervios y el estudio de cada pequeña parte de mi creación. Preparé unos ejercicios entre el equipo para que hubiera una relación más fluida entre nosotros, supervisé el vestuario personalmente, indiqué a cada uno de los actores cómo debían modular sus voces, me preocupé porque la iluminación fuera la indicada en cada frase pronunciada, estuve noches enteras diseñando los decorados y me llevó días enteros idear el maquillaje de los actores. Son pequeños grandes aspectos de mi trabajo diario que el público no tiene en cuenta al no ser conscientes de ello.
Ustedes los periodistas llevan una vida ajetreada. Su trabajo consiste en la elaboración de artículos de una cara de longitud donde tienen que expresar en un tiempo record sus impresiones basadas en un estudio de cuarenta minutos donde toman como base cuatro palabras en negrita de una enciclopedia online y un par de comentarios de ciertos hombres que se hacen llamar intelectuales. Alguien estudia un tema, opina, y doscientos periodistas calcan sus ideas de pie y con un café en la mano mientras hablan por móvil con sus parejas.
Le compadezco. La suya debe de ser una profesión dura. Debe escribir a contrarreloj y en un espacio muy limitado sobre cualquier tema que se le proponga desde arriba, sin llegar a sentir el torbellino de sensaciones que un cuadro, una novela, una composición musical o una representación le podrían llegar a provocar si dejara el cuaderno de notas en la papelera. Cuanta menos idea tenga de él, más ideas disparatadas y extremas tendrá, más lectores le censurarán o alabarán, y mayor será su popularidad. ¡Bravo! Ha ganado un crucero por el Mediterráneo, una horda de fans incondicionales y un ticket para ser famoso el resto de su vida.
No quiero extenderme demasiado, sólo tenga en cuenta por último que no busco compasión o reconocimiento, solo su reflexión de cuatro segundos entre crítica y crítica.

Atentamente,
J. Aguilar.

PD: Me pregunto si en sus relaciones sexuales también llevará consigo aquel bloc de notas."

“Me alegra recibir comentarios de mis lectores. Sólo puedo darle las gracias sinceramente por tomarse su tiempo al leerme cada mañana. Cosas como ésta me animan a seguir escribiendo.

Un abrazo, Martín Campos Cano."

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sábado, 26 de septiembre de 2009

Matanza de madrugada

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Con un paño mojado insistía en las manchas de sangre que habían quedado en la pared, moviéndolo enérgicamente de arriba a abajo. No quería dejar huellas de lo ocurrido aquella noche, pero temía que su marido se despertara al ver la luz de la mesilla de noche. La pared era rugosa y la tarea le estaba llevando más tiempo del que imaginaba. “¿Hasta qué punto ha merecido la pena?”

Esa noche había aprendido una lección, la de no dejar las ventanas abiertas de par en par una noche de verano calurosa.

El color rojizo iba cediendo con la fricción que hacían sus brazos y sonrió. Recordó lo absurdo de la situación. Esta vez la venganza se había servido en un plato ardiente, cuchara incluida.

Treinta y cinco grados de temperatura un jueves a las tres y diez de la madrugada. Estaban todos acostados, pero ella no podía conciliar el sueño. Sentía el fuerte olor de la amenaza arropada desde su cama y algo parecido a su instinto maternal le hizo estar alerta. No paraba de dar vueltas sobre sí misma buscando la mejor posición para el descanso que tanto ansiaba cuando los oyó. Habían llegado. No le dio demasiada importancia. “Deben de ser imaginaciones mías”.

Pero estaban allí.

De repente. En la oscuridad. Fue un intenso segundo. Notó un fuerte pinchazo en el muslo derecho y abrió los ojos para incorporarse ágilmente. Una mueca de dolor se dibujó en su cara y retorció cada músculo de su cuerpo. Estaba aterrorizada y confundida al mismo tiempo. Encendió torpemente la lamparilla y miró su herida asustada. Era grande, muy grande, y su pierna estaba ligeramente inflamada.

Enajenada, los vio a lo lejos.

Se puso la bata y ¡zas! Aplastó a uno de ellos con fuerza hacia la pared.

Su compañero salió hacia el pasillo. Esta vez se ayudó de un botecito que tenía desde hace años guardado en la cocina. Un toquecito, un movimiento rápido del dedo, y cayó atontado al suelo en unos pocos segundos. El peligro había pasado, por fin pudo respirar.

Ocurrió todo muy deprisa. No le gustaba lo que había hecho, pero no tuvo mucho tiempo para pensar. Su instinto de supervivencia la había dominado por completo.

Había acabado de limpiar la mancha y cuando se volvió hacia su cama vio a su marido mirándola. “Anda y ve a ponerte una pomada”.

sábado, 19 de septiembre de 2009

"Buenos días, imbécil".

Noto un suave cosquilleo en mi cintura. Debes de ser tú jugueteando. ¿Qué hora será? ¿Ya estás despierto? Noto cómo tu mano me acaricia desde detrás el brazo recorriéndolo de arriba abajo, lentamente, como si no me quisieras despertar aún. Lo estás haciendo muy despacio y ya tengo una sonrisa dibujada en mi cara. Me encanta. No tengo fuerzas para girarme y decirte en voz muy bajita un “estoy despierta”; hoy tengo el cuerpo enredado entre las sábanas. Acercas tu cabeza a mi hombro y me abrazas. Noto tu respiración en mi cuello. Me encanta sentir tu aliento y notar que respiramos al mismo tiempo, como dos relojes puestos en hora a la vez. Has dejado de hacerme cosquillitas y ahora noto tu respiración en mi oreja. Me acaricias las mejillas y después el pelo. Me estás mirando, lo noto. Puedo leerte la mente, no estás pensando en nada, sólo disfrutas de éste momento de felicidad momentáneo. Yo tampoco lo hago. Tengo ganas de cambiar de postura, pero quiero prolongar estos instantes haciéndome la dormida para ti. Estamos en completo silencio, sólo te oigo a ti inspirando y espirando aire despacito, muy calmadamente. Es un sonido muy masculino y eso me pone a mil. Me apartas la mano de la almohada, obligándome a girarme hacia ti. Ahora estamos frente a frente y te puedo oler. Me siento protegida entre tus brazos y me concentro en recordar tu olor para el resto de mi vida. Siento que soy completamente tuya mientras te paseas por mi clavícula y correteas con tu dedo índice por ella. Vas a hacer que estalle en una carcajada. Al rato subes hasta la comisura de mis labios y enredas tu pulgar entre mis labios, ahora medioabiertos. Vas dibujando una carretera por ellos. Al principio lo haces en su parte más exterior y poco a poco te vas acercando a mis dientes. Colocas tu dedo entre ellos y yo cierro la boca con fuerza. “¡¡¡Serás cabrona!!!”. Abro los ojos y te veo sonreír. “Buenos días, imbécil” te susurro.

miércoles, 2 de septiembre de 2009

Numa igreja

Entré silenciosamente empujando la pesada puerta y un fuerte olor a incienso me invadió por completo. Dentro había unas diez señoras de edad ya avanzada y de colores oscuros muy separadas unas de otras o de dos en dos, y a lo lejos vi a un señor que murmuraba a un micrófono unas palabras en una lengua que me era extraña. Las viejecitas de cuello alto miraban al suelo y movían los labios con rapidez, con los ojos cerrados y las manos sosteniendo algo parecido a un collar de cuentas.


Avancé por un pasillo lateral deteniéndome en cada capilla con mi cámara para admirar cada detalle mientras notaba cómo con cada uno de mis pasos las señoras giraban su cabeza hacia mí, atentas a todos mis gestos, buscando una distracción que les amenizara su estancia aquella mañana. Un paso, diez movimientos de cabeza, y palabras desgastadas y por lo tanto totalmente carentes de significado como música de fondo. Me sentí incómoda y decidí aminorar el paso e intentar hacer el menor ruido posible.


Terminé mi peregrinación y llegué finalmente a mi destino, el altar mayor, donde aquel señor seguía con la mirada fija recitando lo que supuse que eran unas oraciones. Desde allí pude ver la nave entera de aquella iglesia y vi a aquellas señoras como puntitos insignificantes en un cielo estrellado. Mientras enfocaba estatuas y columnas con mi Olympus me asaltó un pensamiento: hay formas más dignas de enfrentarse a la vida.


La actuación terminó y las cuatro señoras se levantaron con un gesto cansado una a una y se fueron por la entrada lateral. Entre sus murmullos y con ayuda de sus gestos pude entender algo sobre hacer la compra, sobre lo apuesto que era ese señor y sobre el nuevo tinte de una de ellas.

jueves, 27 de agosto de 2009

El monstruo de Frankenstein

Estaba totalmente absorta en sus pensamientos, mirándole fijamente ajena a la conversación que mantenían animadamente en su mesa. Zapatos negros, traje de Armani, corbata a juego, sonrisa impecable y carisma a raudales. Era una cena de empresa, un tal López Navasa se jubilaba esa misma noche y salieron a despedirse. Él reía, estaba atento a sus compañeros de trabajo y demostraba con cada frase su gran habilidad social, siendo un modelo para ellos y una fantasía para sus mujeres.

Había estudiado una ingeniería animado por ella misma. Empezó a hacer dieta e ir al gimnasio . Oía música clásica por las noches después del trabajo, le relajaba. Viajes por Europa, cruceros por el Mediterráneo, spas, masajes, propinas, fiestas, regalos. Poco a poco había renegado de su familia y sus orígenes hasta el punto de no querer hablar de su pasado. Ella lo había animado a explorar sus posibilidades, a superarse, a luchar por el American dream europeo.

Tenía el orgullo de un político, la sensibilidad de un artista, la fortaleza de una madre, la inteligencia de un asesino en serie y la seguridad de un vendedor de coches. Habilidades que habían sido cosidas a la personalidad de un muñeco de trapo, un muchacho humilde sureño.

Debía estar orgullosa de la persona en la que se había convertido después de años de esfuerzo y autodisciplina, pero en esa mesa no estaba sentado su marido. Esa misma noche, con la mirada perdida, comprendió que ella había creado a su propio monstruo de Frankenstein.

miércoles, 8 de julio de 2009

RolGame


Empezaba el día después de haber recargado mis fuerzas en la cama –en el buen sentido de la palabra, un héroe nunca hace cosas sucias (aunque no, tampoco se lava)– me equipaba con la ropa de siempre, si la había comprado mi madre mi carisma disminuía cinco puntos, y salía a luchar. La calle era mi campo de batalla: cada cuatro pasos tenía que hacer frente a varios combates que, por supuesto, eran aleatorios. Me encontraba con mis compañeros de clase casi a diario a los que no soportaba y si caminaban en la misma dirección que yo, podía evitar el enfrentamiento y escapar, pero si los veía de frente el duelo era inevitable. Si venían en grupo los sorteaba, pero en el 1 vs 1 siempre salía ganando yo antes de escuchar mi glorioso fanfare.


Yo salvaría a la humanidad como buen protagonista del juego. No soportaba el tedio de toda esa gente. Una sombra se había apoderado del hombre moderno, sumiéndole en la más profunda oscuridad y consumiéndole a diario: el hastío de la vida, el mayor pecado del hombre. Aquellas sombras intentaban refugiarse en viajes, lujos y amistades desechables, pero seguían estando vacías, encerradas en el mundo de lo aparente, efímero y carnal. La revolución industrial primero y los medios de comunicación finalmente acabaron corrompiendo al hombre, sumiéndolo en su desesperación e insatisfacción eternas, y la globalización no hacía más que acelerar esta descomposición de los cuerpos a pasos agigantados, devastando la belleza de la vida. Me interesé por el pasado de nuestra raza con libros que tenía por casa y concluí que todas las civilizaciones habían sido gloriosas salvo la nuestra, pero yo podía quitarles la venda que cubría a aquellas gentes, yo era, y sigo siendo, el último descendiente de aquellos y llevaba su testigo conmigo. Ignoraban que bajo el aspecto de un estudiante problemático, taciturno y aparentemente mediocre se escondía el salvador de una generación entera, o probablemente de toda la humanidad.


Con el tiempo fui subiendo de nivel con los enfrentamientos con mis compañeros. Cada insulto y cada patada me hacían más fuerte, cada gota de sangre que golpeaba el suelo me confirmaba que estaba en lo cierto, que el hombre se había encerrado en su propia prisión y sólo yo tenía su llave. Escuché muchas charlas, y mis profesores primero y mi madre después se convirtieron en mis final bosses después de los entrenamientos diarios con la gente de clase. Siempre decían lo mismo y no había manera de pasar los diálogos; era muy frustrante.


Pensé en hacerme con un arma: un cuchillo, una cadena o algo así. Me hubiera gustado manejar la típica espada enorme, pero llamaría demasiado la atención y acabaría finalmente en comisaría, así que compré unos guantes de lucha por eBay y me preparé físicamente con ejercicios diarios puesto que mi arma era mi propio cuerpo.


Sufría también mis estados alterados: especialmente cuando me mareaba por los largos viajes en tren a mi casa de campo, situada en las ruinas de una ciudad devastada, o comía algo en mal estado (mi madre era un horrible cocinera). Para recuperar fuerzas no me iba a la posada, sería demasiado caro y lo más parecido que encontré fueron pensiones u hostales de mala muerte, nunca llevados por amables personajes que te daban la información necesaria en el momento preciso sino por esperpentos, pero sí intentaba dormir lo suficiente en casa y comer equilibradamente para estar en forma.


No era mal estudiante, aunque tampoco relucían mis notas; me gustaba pensar que subía de nivel con cada aprobado porque eso complacía a mi madre y al resto de profesores; les aliviaba conseguir lo que se espera de un adolescente. Lo que me apasionaba, en lo que realmente brillaba, eran las ciencias esotéricas: se me antojó dominar no sólo mi cuerpo sino mi alma, quería ser capaz de dominar también mi mente con conjuros mágicos. Pedía los libros por internet o los sacaba de la biblioteca y nunca me separaba de ellos, ni siquiera en el descanso de clase. Las burlas e insultos eran cada vez más frecuentes, pero llegué a acostumbrarme hasta el punto en que no me hacían daño. Sólo era capaz de sonreír al pensar en el destino de aquellos recipientes vacíos. Cuando cerraba los ojos me veía a mí mismo lanzándolos contra la pared hasta hacerlos añicos y pisoteándolos, bailando al ritmo de sus gritos y súplicas, y entonces no podía parar de reír. Sí, me reía con ganas.


Me había comprado un cuaderno, un savepoint donde iría guardando cada capítulo de mi vida, que escondí cuidadosamente en el cuarto en que me enclaustraba todas las tardes. Anotaba mis progresos con las ciencias ocultas así como mis evidentes mejoras físicas. Poco a poco me iba acercando al ideal helénico de la perfección física y espiritual. Pero una noche fui a escribir como acostumbraba a hacer a diario, pero no lo encontré bajo mi colchón como siempre.


Mi madre había sido la traidora (sí, siempre hay un traidor) que había llevado mi cuaderno al colegio. Aquella noche al enterarme mi mente no pudo controlar mi cuerpo,… Tenía en su cara una mueca de terror. La oí gritar como en mis sueños, pero no quise escucharla. Veía en ella el reflejo de mis compañeros y reía. Y la golpeé mientras reía, imaginándomela rota, en pedacitos, vacía. Je… ahora sí que estaba vacía.


Dicen que debo ser capaz de expresarme a la gente y abrirme. Además necesito pasar el tiempo hasta que me saquen de aquí y pueda empezar a preparar la pócima de la humanidad. Me compré éste cuaderno porque no me quieren devolver el mío, pero no seré tan estúpido de guardarlo bajo la litera que me han asignado . La prensa y el juez consiguieron que saltara un Game Over en mi pantalla, pero tras la derrota final siempre hay una oportunidad de volver a retomarlo donde se dejó.


Continue? >Yes/ No.

martes, 23 de junio de 2009

Andrés / Atracción fatal

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Lo conocí cuando tenía trece años y se me quedó grabado a fuego el momento en que intercambiamos miradas en el interior de un cine. Era el cumpleaños de Claudia, una de mis mejores amigas, así que nos invitó a todas a ver una película y a tomar algo a la salida. Quizá fue en éste último lugar donde lo conocí, nunca lo sabré, pero no es importante. Disfruté como una enana esa tarde porque estábamos muy unidas, y al volver a casa me dijeron que un chico, que más tarde me enteraría de que era conocido por algunas de mis amigas, no había apartado su mirada de mí. Debí parecerle mona, tonta o manipulable; o probablemente las tres cosas a la vez porque me trató como una vulgar esclava el resto de nuestros días. A partir de allí empezó nuestro tira y afloja.

Esa misma noche se lo conté a mi madre y a mi hermana, tres años mayor que yo: “¡Alguien se ha fijado en mí!”. Era inocente y aún no conocía los trucos que los chicos usaban para engañarnos a las virginales niñas con aspiraciones a mujer respetable y angelical ama de casa de anuncio de detergente como yo. Éste, luego supe, era el punto de inflexión en la vida de cualquier chica de clase media-alta como yo. A los chicos, llegado determinado momento, les toca escuchar pacientemente la charlita sobre el sexo y la importancia de usar condones de sus padres, y a las chicas igualmente nos tocaría una charla del mismo tipo advirtiéndonos de los peligros de nacer con ovarios y anchas caderas. Pero nunca escuché ese sermón. En lugar de eso, ellas sonreían mucho y entre risitas repetían una y otra y otra vez que ya estaba hecha toda una mujer.

A partir del día siguiente empezamos a salir. Quedábamos esporádicamente y nunca entendí por qué esa irregularidad a la hora de vernos; él nunca quería tocar ese tema y yo religiosamente lo respetaba. Descubrí la razón por casualidad una tarde hablando con mis amigas en el portal de mi casa. Les conté que había estado viéndome con el chico aquel que se había fijado en mí llamado Andrés, emocionadísima por dar la nueva y buena noticia porque habíamos prometido que la primera en conocer a alguien especial se lo contaría al resto. Se hizo un incómodo silencio tras la revelación que les hice de mi preciado secreto. Al rato, una de mis amigas rompió el hielo diciendo que ella también estaba saliendo con él, y otra más confesó lo mismo poco después socorriendo a la primera y previendo el chaparrón de ira que iba a descargar sobre ellas de forma inminente. En ese momento creí que se me caía el mundo encima; me habían traicionado dos de mis mejores amigas, y deduje que el resto del grupito ya lo sabía por sus hipócritas miradas de complicidad. Yo debía de ser la cándida y simplona niñita que no sabia nada de las constantes infidelidades de mi Andresito, nuestro Andresito ahora, pero tragué.

Acabé asumiendo la traición de mis amigas y llegué a comportarme como si nada hubiera pasado. Sin embargo, él y yo tuvimos una discusión fuerte y no apareció en varios meses por mi vida dando un portazo final a lo nuestro. Fui feliz las primeras semanas alejada de él; ya no tendría que preocuparme de nada ni nadie como cuando era una “niña”, pero regresó casi pasado un año para atraparme con sus oscuras artes y mentiras. Volvió, volvió para atormentarme y drogarme con su roja esencia. Me cegó para hacerme volver a caer en sus redes inyectadas con veneno de sabor a miel. La reconciliación fue incluso bonita. Es verdad, reconozco que lo había echado de menos después de tantos meses. Cuando estábamos juntos no lo veía muy a menudo, pero nunca estuve tanto tiempo sin verlo. Él se aprovechó de mi debilidad y dependencia emocional al sentir que lo había pasado mal sola, y nunca más se separó de mi lado desde entonces para mi desgracia.

Habíamos vuelto y paradójicamente empecé a odiarle por haberme robado mi bien más valioso y mejor guardado: mi libertad. En el aula, en mis clases de educación física, en la piscina, en el baño, en el viaje de fin de curso, de noche en mi cama… Estaba en todos los malditos rincones de mi vida y me dolía y avergonzaba al mismo tiempo. Irrumpía en mi vida haciéndome sentir algo parecido a ese cosquilleo de enamorada en el estómago, con la diferencia de que él me provocaba arcadas a su llegada. Más de una vez me tuve que quedar en casa tapada con la sábana hasta arriba retorciéndome de dolor, a veces con lágrimas en los ojos, por él. De vez en cuando se comentaba algo entre mis amigas o en las pocas clases de sexualidad que se impartían en mi colegio (uno, santo, católico, apostólico y romano, por supuesto) y me acordaba mucho de mi Andrés. Pero éramos aceite y agua. Yo no lo quería; trababa de esconderlo ante mis amigas y compañeros de clase aun sabiendo que lo conocían y muy bien. Se había convertido en una parte muy importante de mi vida y yo no estaba dispuesta a compartirlo con nadie, aunque sabía que era inevitable hacerlo por su naturaleza infiel. Era una vergüenza para mí y el que otras sufrieran también por la misma causa, incluso más que yo, no me consolaba en absoluto.

Seguimos nuestra relación de forma clandestina. Cada vez lo veía de forma más regular y acabó por gustarme, aprendí a querer cada pequeño defecto que iba descubriendo con el tiempo y la difícil convivencia que manteníamos. Incluso empezó a ilusionarme ir al super a comparar diferentes tipos de compresas y tampones con su compañía. En la playa o de noche especialmente no me gustaba estar con él, pero no podía apartarme de su lado ni pedirle que se fuera. Era una de esas relaciones de amor-odio de las de las novelas románticas: odiaba que me hiciera daño, que manchara mis sábanas o mi ropa recién lavada o que me acompañara cuando hacía deporte (yo estoy horrible en chándal y no deseo a nadie la decepción de verme con uno puesto), pero por otra parte quería estar con él porque me hacía sentir una mujer.

Cuando me mudé a un piso de alquiler con dos amigas al empezar la universidad, descubrí que también él se veía con ellas, y no ya de forma ocasional como con mis compañeras del colegio, sino descaradamente cuando supuestamente venía a verme a mí. A veces comentábamos entre nosotras que Andrés había estado con una y al día siguiente había encontrado a su víctima en la cabecera de la habitación de al lado pidiendo insistentemente saciar su deseo de estar dentro de todas las mujeres que se cruzaran con su encandiladora y ardiente mirada. En la misma noche se iba sin tapujos con dos de nosotras o incluso las tres. Una detrás de otra, irrumpiendo en su habitación como si de su propia casa se tratara. Curiosamente venía a por sus tres víctimas a la vez, estaba durante cinco o seis días en nuestra casa, y se volvía a ir para no volver en casi un mes. Pero yo dependía fuertemente de él, era incapaz de enfadarme al recordar a menudo lo mal que lo pasé cuando estuvo meses alejado de mí y le perdoné todo como una tonta. Mis amigas hicieron lo mismo, todas lo hacemos.

Pasaron los años y empecé a tener mis primeras relaciones sexuales; ese momento lo cambió todo para nosotros. Me empecé a preocupar por él especialmente desde entonces. Quería que no me dejara tirada desde mi primera vez, que estuviera conmigo eternamente para tranquilizarme y consolarme entre sus brazos si hacía falta. Empecé a contar los días para verle tachando los números en el calendario que tengo sobre la pared. Si no acudía a su cita conmigo, si se retrasaba aunque fuera un instante, me preocupaba hasta el punto de alarmar a los de mi alrededor también, haciendo suya mi infelicidad y mis eternas noches de insomnio. Cuando iba a visitar a mis compañeras de piso y se olvidaba de mí me ponía muy nerviosa, creyéndome inferior a ellas, y sacaba mi lado vengativo, celoso y egoísta hasta que venía a por mí cada veintiocho días exactos.

Hoy, ocho años más tarde, seguimos inexplicablemente juntos. Nuestra relación se ha estabilizado después de gritos, dolor, lloros, sorpresas, sonrisas y vaivenes en general y sigue siendo una relación de sabor altamente agridulce de la que he aprendido mucho. Lo echaré de menos cuando me deje —porque lo hará finalmente, lo sé. Pese a todo, lo reconozco: quiero a Andrés, el que me viene cada mes.

jueves, 18 de junio de 2009

Abstinencia

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Subí Princess Street desesperado y algo desorientado. Mis débiles manos temblaban y sentía escalofríos escalando por todo mi cuerpo. Con el paso ligero, esquivando a las pocas y agradables viejecillas de paso lento que iban de camino al super un martes por la mañana como almas errantes en un desierto africano cualquiera. Mis ojos iban recorriendo todos y cada uno de los escaparates de la larga calle turística. Una tienda de ropa, dos, tres. De zapatos. De recuerdos de la ciudad. Una farmacia. Un cash-converter… y todo cerrado ¡Maldita sea! Necesitaba mi dosis. ¿Dónde están las tiendas de chinos cuando se las necesita? Sentí náuseas. Ansiaba ese dulce sabor, su suave aroma y áspero tacto, mi preciado tesoro y manjar maya que me satisfacía cada día y que estaba ausente ese fatídico 2-M que recordaré sino toda mi vida, al menos durante el resto de esa semana.

No creo en el futuro. Me niego a ser un número más de la lista. Me niego a la eterna espiral del coche, familia, sábanas blancas, vacaciones en Punta Cana, redes sociales, cubatas, televisión, secretaria, comida rápida, cine los sábados, porno en internet, la hipoteca, minuto de silencio ante las víctimas, MTV, lo abrefácil, operación bikini, paseos los domingos, ¿tienes fuego?, psicólogos y periodistas del corazón, agradar a los padres de tu novia, palomitas, “you know…”, fútbol, sexo esporádico, el puro en la boda, telediario a la hora de cenar, conversaciones insulsas en el ascensor, best-sellers, … Mierda, todo mierda, la misma mierda que me impulsa ahora a vender mi alma por un gramo de ese nacarado o moreno polvillo, pero mi dosis es la única mierda que me importa.

Un kiosko… Sólo busco un puto kiosko que pueda satisfacer mi mono y calmarme por unos instantes. Paso por una tienda de tabaco, de electrodomésticos y otra de videojuegos. Parece que se han puesto de acuerdo los dueños de estas céntricas tiendas para joderme bien. Joderme bien, bien jodido. Miro el reloj, son las ocho y cuarenta y dos aún. Joder, joder, joder. HOSTIA PUTA.

Una señora se fija en mí y aparta su mirada discretamente, agacha su cabeza hacia el suelo y acelera el paso. Las dos siguientes cuchichean entre ellas con la mano intentando ocultar lo evidente sin dejar de clavar sus ojos en mí. Un tipo que pasea a su perro también se fija en mí dando una calada a su cigarro con indiferencia. Más adelante un borracho pasa a mi lado sin dejar de mirar embobado a los pocos coches que pasan a estas intempestivas horas. Le dirijo una sonrisa, aunque sé que no me ve. Me identifico con él, pero mi cara vuelve a su estado anterior de rabia y desesperación al pensar que ambos estamos sujetos a las caprichosas exigencias de un vicio. Mi labio superior se levanta ligeramente, empiezo a sentir fiebre, mis ojos dan vueltas recorriendo edificios, coches, farolas, bancos, caras mientras mi ritmo cardíaco iba aumentando en cada zancada. Veo a una señora que sujeta su bolso con fuerza a su paso. “¡Eh! Rápido, saca todo lo que tengas del bolso” —le digo en un arrebato mientras la sujeto con fuerza por el brazo en plena calle. Asustada y temblorosa, saca su bolso con urgencia. “Por favor, no me hagas daño. Lo que sea, te daré lo que sea”. Un espejo, una compresa, lápiz de labios, pañuelos, un frasquito de una muestra de colonia, y finalmente su monedero. Sigo buscando con nerviosismo. Unas pastillas, esmalte de uñas, un abanico… Finalmente veo una chocolatina de marca barata casi derretida por el calor en el fondo de su bolso. Ella sigue atemorizada, me ha debido de confundir con un ladrón o vete tú a saber qué.

Cogí la rectangular y grasienta manzana de la discordia, el fuego de los dioses, y salí corriendo dándole un empujón en uno de sus hombros. Corría mientras la gente me miraba ahora abiertamente hasta llegar a un callejón. En la intimidad de su oscuridad me senté en el suelo para poder disfrutar de mi placer enteramente, con mis cinco sentidos. Estoy tan nervioso que no acierto a quitar el envoltorio de mi morena droga. Finalmente rasgo uno de sus lados con los dientes y devoro la chocolatina en un par de bocados. Sudor. Éxtasis. Palpitaciones. El mejor de los orgasmos, el mejor de los “ah…”. Felicidad.

domingo, 14 de junio de 2009

Ella y ella

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Había tenido un día terrible y de camino a casa sólo pensaba en dejarme caer sobre la colcha de la cama y esperar a que empezara un día nuevo. Al llegar recibí su mensaje: “A las 11 n l Novelty, vmos a djar el estrés n l culo d cien vasos, ok?”. Bueno, no tenía nada que hacer en realidad salvo dejar pasar las horas frente a la pantalla mientras lamentaba mi absurda existencia. “Allí nos vemos ;)”. Me depilé, me quité los puntos negros, me maquillé y me puse el vestido rojo y las medias de rejilla, pero arreglarme no me animó lo suficiente sino todo lo contrario porque con cada brochazo de maquillaje me percataba de lo traidora, engañosa y efímera que es la belleza.

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Salí a su encuentro y allí estaba ella, pletórica. Llevaba esos zapatos negros de tacón alto que tanto me gustan y una camisa cuyo escote que quitaba el hipo. Ella siempre estaba monísima y lo sabía. En cada una de sus pisadas se sentía la seguridad y fuerza que tanto atraían al sexo masculino eclipsando la presencia de cualquier otro agente externo a ella. De camino al bar, mientras me contaba lo buenérrimas que estaban las tortitas en no sé qué restaurante, la miraba con deseo. La admiraba yo también, pensaba en que yo podía ser como ella e irradiar carisma y encanto a mi paso. Podría empezar a vestir un poco más atrevida, podría oír su música y leer sus libros.

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Entramos en aquella taberna irlandesa y pasó ella primero. El bar entero pareció enmudecer. Todos y todas giraron sus cabezas hacia ella como si de un elefante enfundado en un traje de corredor de bolsa se tratara. Los chicos la miraban haciendo un repaso de sus piernas, su escote y sus ojos y las chicas comentaban entre ellas sin apartar sus miradas. En ese momento me di cuenta de todo. Nunca podía ser como ella, yo era una mota de polvo en ese momento, vagaba detrás de ella atenta a sus movimientos y sintiendo la rabia por dentro por mi insignificancia a su lado. Antes de pedir le dije que me acompañara al baño, ya no podía más. Me lavé la cara para tratar de tranquilizarme y ella empezó a hablar, cómo no, de cómo le había mirado no se qué chico monísimo del bar. Ya empezaba otra vez ella y su vanidad. Ella y ellos. Ella y ella. En un ataque de rabia la cogí por su terso y blanco cuello hasta zarandearla. Aprendí algo nuevo de ella: era demasiado perfecta para haber aprendido a pelear. Me tiró del pelo hasta hacerme retorcerme en el suelo y presioné su nuez hasta oírla gritar POR QUÉ, POR QUÉ. La muy zorra sabía por qué. Patadas, arañazos, mordiscos y golpes contra el suelo. Le tapé la boca, la tenía en el suelo, despeinada, su recién hecha manicura francesa clavada en mis brazos, pidiéndome ayuda desesperadamente. ¿Quién estaba ahora por encima, EH? Tardó en quedarse inconsciente y noté que mi cuerpo quedaba liberado al fin. La muy puta me había manchado el vestido.

La noche más larga del año

Me despierto en medio de la noche y el móvil que me regalaste marca la una y media de la madrugada. Sólo hace unas pocas horas que te fuiste y el nudo en mi garganta me indica que ya siento un gran vacío. Ya siento que no siento. Me doy cuenta de que no quiero seguir en la misma cama donde tus manos se encontraron con mi cuerpo ni quiero seguir oliéndote en la almohada; debiste haber arrasado todo al irte. Me miro en el espejo que nos vio ayer y noto una cara cansada de la distancia. Un suspiro y vagabundeo por el pasillo camino de la cocina. Me preparo unos tortellini. Me recuerdan a ti, aunque no me han quedado tan bien, debe de ser porque tú pusiste todo tu amor en ellos y yo me quedé sin tu ingrediente secreto ayer por la noche entre mis sábanas, dejándome sólo sus amargos posos de infelicidad. En la tele echan porno, lo que me faltaba. Me pongo NDNO y escucho tres segundos de su primera canción. Mejor me pongo una banda sonora. Suteki da ne me arranca una lágrima mientras escribo sobre lo mucho que te echo de menos y me desvanezco entre sus acordes. Esta será la noche más larga del año.

sábado, 16 de mayo de 2009

Café italiano

Martes. Las quince dos puntos cincuenta. Es el único momento del día para relajarme entre piedras, números y soles inquietos. El tiempo parece haberse detenido este instante. La paz. Somnolencia querida. Languidez deseada. El sol se esconde tras una nube dispersa haciendo que la temperatura sea la idónea para el dulce aletargamiento. Cierro los ojos unos instantes para sentir el aroma del cappuccino. Le doy un sorbo y la espuma me cosquillea los labios. El mejor que he probado, sin duda.

Abro la libreta y hojeo las páginas hasta dar con una en blanco. Saco el boli y las palabras fluyen por el papel. Definitivamente Italia es inspiradora. Aún más su café.

lunes, 27 de abril de 2009

A una gota

Ella

Asustada

Llora, grita

Corre, decidida

Busca alguien

Algo

¡GRITA!

Que frene

Su caída

Desespera

Conoce

Su destino

Se entrelazan dos cuerpos

Se precipitan hacia el desenlace

La derrota

es

f

i

n

a

l


sábado, 11 de abril de 2009

... Y comieron alitas de pollo

Y la princesa descubrió que el príncipe roncaba, que lo hacía con los calcetines puestos y que era incapaz de bajar la tapa del baño. Tuvieron tres hijos: uno se hizo un importante camello, otro pasa las noches ahogando sus penas en un vaso de vino y la más pequeña vende su cuerpo por un poco de cariño. Su madre inició una campaña de liberación de la mujer también en los cuentos de hadas a la vez que luchaba contra su trastorno obsesivo-compulsivo cuando su marido, el príncipe azul, arriesgó su castillo y su níveo corcel en un conocido casino.

sábado, 28 de febrero de 2009

Haikuish

Tear up the tic tac
Tainted sound
Of the tearing rush

sábado, 31 de enero de 2009

El peor te odio

El aroma de un café largo y con dos sobrecillos de azúcar se expandía por todo el salón color vainilla. El silencio reinaba en aquella estancia señorial, sólo el ruido del tic-tac del reloj de pared lo interrumpía cada segundo, provocando una situación incómoda a la par que una tensión desagradablemente continua entre ambos.


- Y… ¿te dolió?


En su cara se dibujo una mueca de terror. Aparto los ojos rápidamente hacia la mesilla de noche. Noté un nerviosismo incipiente en su rostro y sentí estar ante una niña arrepentida de haber roto el jarrón favorito de su madre. Se le escapó un gemido seco que rompió el silencio dominante. Cogió un poco de aire y lentamente lo expulsó.


- No se trata de dolor. Estaba… tenía miedo y al ver la sangre me asusté. Sólo deseaba alejarme. Despertarme de aquella pesadilla y que volvieras a ser el chico que me enamoraba por las tardes en las horas muertas que pasábamos en la cafetería.


Se levantó rápidamente del sofá y se dirigió a la ventana, empañada por frío invernal del exterior.


- No tienes ni idea de por lo que pasé.


Me levanté yo también y me acerqué a ella. Quería abrazarla, decirle que siempre estaría a su lado, que no volvería a pasar por nada similar. Rodearle con mis brazos y besarla en la frente, coger su mano y acariciarla. Después le susurraría un te quiero y ella me regalaría una vez más una de sus sonrisas. Acabaríamos en la cama desnudos, cubiertos por una gruesa manta con olor a incienso.


Levantó su brazo, volvió a mirar a través de los cristales y comenzó a deslizar su dedo índice por su superficie gélida.


- No quiero volver a verte.


Un portazo. Me desplomé de rodillas y las lágrimas empezaron a resbalar en una carrera entre ellas por mis mejillas. Lancé el cenicero que me regaló, haciendo añicos su último mensaje, el peor te odio.