viernes, 5 de octubre de 2012

¿Quién es usted?

Un hombre aparece por la puerta, me da un apretón de manos y me pregunta qué tal estoy hoy. Le digo que bien, que quién es. Sonríe, se sienta y anota algo en un cuaderno. Insisto y le vuelvo a preguntar. Me dice que me hoy tiene una sorpresa para mí y abre la puerta con una sonrisa en sus labios. Aparece un señor mayor, de unos setenta años, con una mujer del brazo. Me quedo pensativo unos segundos… ¡Es Harry, mi hermano Harry! Me abalanzo sobre él y nos abrazamos. No nos vemos desde antes de que yo me fuera a trabajar con la Marina y lo veo muy cambiado.

—Pero, ¿qué te ha pasado? Te veo muy desgastado, muy envejecido. ¿Sigues fumando?

Los tres se ríen y el señor de blanco me invita a sentarme en una de las sillas. Creo que es un médico, pero no recuerdo haber venido, no me pasa nada. Qué rápido ha envejecido el pequeño de la casa, tiene la cara llena de arrugas y el pelo canoso. ¿Tan malo es el tabaco? ¿Era verdad lo que decían entonces?

—Hoy quiero que vea algunas imágenes de revistas que le he traído para que me hable de ellas—saca una carpeta y abre la primera de las revistas; todas tienen colores muy brillantes. Empecemos por esta. ¿Qué ve?

¿Hoy? Yo quiero seguir hablando con Harry, quiero que me explique qué le pasa en la cara porque parece que tiene alguna enfermedad, pero contesto:

—Es la luna —me pregunto qué demonios hago aquí contestando preguntas tan absurdas.

—No, es la tierra. Es una foto tomada desde la luna.

—¡Muy buena!

—No es ninguna broma.

—¡Me toma el pelo! Para hacer una foto de la tierra deberían haber ido a poner cámaras ahí, no tiene sentido.

—¡Pues claro! —me dijo Harry dándome un golpe en el hombro. ¿Dónde has estado todo este tiempo?

—¿Qué edad tiene? Cuénteme algo de usted —intervino el hombre de blanco, que me está empezando a poner de los nervios; no me gusta su humor.

—Veinticuatro años. Acabo de salir de la Marina y estoy buscando trabajo. Vivo solo en un pequeño apartamento de Berlín. No tengo pareja, pero estuve enamorado de una chica muy agradable y que olía muy bien antes de entrar. 

—Por lo visto a usted le gusta la bebida, más que las mujeres… —me sonríe con una mirada pícara que me desconcierta. 

—¿Bebida? ¿Bromea? Es verdad que de vez en cuando honrábamos a algún compañero echando algunos tragos, pero no era algo frecuente. ¿Por qué lo pregunta?

El señor de blanco anota algo de nuevo. —¿Se ha hecho usted análisis recientemente?

—Antes de meterme en el cuerpo, era obligatorio. De eso hace cuatro años. No me duele nada —definitivamente es un médico.

Hay un hombre y una mujer detrás de mí y un señor que no para de hacerme preguntas. Me ha puesto una canción. Mozart, creo que es. Hablan de un tal Korsakoff, que debe de tener algún problema.

—Perdone… ¿Quién es usted? —el hombre de blanco sonríe, se sienta y anota algo en un cuaderno. Insisto y le vuelvo a preguntar.

jueves, 2 de agosto de 2012

Para Lea


Te conocí en un ya alejado mes de agosto. Yo trabajaba entonces en una heladería de Gran Vía y entraste a pedir un batido. Lo querías de fresa y café, lo recuerdo todavía. Llevabas el pelo recogido con un pañuelo azul y blanco. Me fijé en el tatuaje de tu cuello y en tus pantalones a cuadros. El rojo de tus pintalabios llamaba la atención. Me enamoré de tu dócil mirada desde el momento en que la clavaste en mí. Me sentí llamado, como tocado por algún dios.

Te despediste y pedí unos minutos a mi jefe para un cigarro. Te seguí. ¿No te parece romántico? Por el camino llamaste por teléfono a tu madre y pude saber algo más de ti. Vivías tan cerca de la heladería que podría ir a visitarte en mis descansos. Durante tres meses aprendí mucho y lo anoté todo para no perder detalle: tus grupos favoritos, tus manías, tus experiencias con los chicos, en qué cajón escondes el chocolate, cómo odias que te digan qué hacer, tu colonia, tu inusitado carácter con los chicos, tu rutina al llegar a casa por las noches y hasta los más secretos detalles que nunca has contado a nadie y que escondías en tu diario. Tampoco me fue nada difícil saber tu única contraseña, es muy común poner el nombre de tu primera mascota, deberías tener cuidado con eso. Comprobar tu correo me facilitó mucho las cosas. Eres bastante transparente, ¿lo sabes? Es algo que adoro de ti.

Aprendí a ser quien tú querías que llegara a tu vida. Me compré botas, una chaqueta de cuero y estuve meses escuchando tu música y leyendo tus clásicos favoritos. Tú seguiste viniendo a la heladería; cada día estaba más enamorado de ti y era más difícil controlar mis salvajes impulsos. Cuanto más leía tus mensajes y notas de tu diario más me costaba mantenerme alejado; te convertiste en mi droga.

Tuve que demostrarte que ese al que llamabas novio no te quería. No merecías estar con alguien que no te vigilaba ni cuidaba tanto de ti como yo lo hacía. Fue cosa mía, es verdad. Estuviste semanas encerrada en casa llorando y sin comer nada; tampoco mis batidos. Me mantuve al margen, necesitabas tiempo para aceptar y superar su muerte. Estás preciosa cuando lloras sobre la cama, la sombra de ojos resbalando sobre tu carita es una obra de arte.

Esas semanas estuve más pendiente de ti que nunca a través de la ventana que daba a tu habitación, fui tu ángel de la guarda. Pasaba las noches en tu parque entre mantas, esperando el momento en que salías de la ducha solo con una toalla de manos que le robaba el espacio a mi extraordinaria imaginación. A veces ni siquiera te molestabas en ponértela. Fueron noches gloriosas. Todavía conservo las fotos de esos momentos, te las enseñaré cuando quieras. Te puedo pasar el enlace, de todas formas.

Teníamos que estar juntos, ahora lo sabes. Recogí la carta de admisión de tu universidad del buzón. No era conveniente que te fueras a Lisboa a estudiar, tan lejos de mí. Había trabajado demasiado, habían sido demasiadas noches en la calle y sin dormir para perderlo todo por algo tan frágil y perecedero como es una carta. Eres tan extraordinaria que vales mucho más. Mereces que lo den todo por ti. ¿No es lo mejor que nos ha pasado?

Por fin me sentí preparado y me decidí a hablarte para invitarte a un café juntos aquel 25 de mayo de hace ocho años y todo salió a la perfección, míranos. Estaba deseando que llegara este día para contarte todo lo que siento y lo que luché por tu felicidad. También quiero contárselo a nuestro hijo algún día, juntos, cuando crezca y nos pregunte por nuestra historia de amor. De momento debemos centrarnos en que salga de tu barriguita sano y fuerte. Solo quedan dos meses y estoy tan impaciente que a veces tengo ganas de abrirte y abrazarlo.

Hoy, delante de todos nuestros familiares y amigos, aquellas personas con las que hemos caminado todos estos años, en esta mesa que compartimos llena de buen vino y cubiertos que ni siquiera sé nombrar, yo visto de negro con pajarita y tú estás preciosa de blanco. Este discurso que estoy pronunciando es mi regalo y quiero que lo recuerdes toda tu vida. Lea, esta mañana me he sentido el hombre más feliz del mundo al escuchar de tus labios las dos palabras que espero desde que por primera vez me clavaste tus pupilas y tu mirada me pidió que te hiciera mía: Sí, quiero.

sábado, 7 de julio de 2012

R. Carter

Con la mirada en blanco, colgó el teléfono cuidadosamente y tragó saliva. Permaneció en silencio unos segundos completamente paralizada. Las lágrimas empezaron súbitamente a caer a golpes sobre su falda de cuadros grises y negros. Sus manos temblaban y su cuerpo se contorsionaba sobre el suelo entre sollozos y gemidos entrecortados.

La forma en que la arropaba por las noches, las conversaciones de madrugada comentando los anuncios, sus bizcochos con pepitas de chocolate los domingos, su manía de colocar siempre los cubiertos al revés sobre la mesa… Las imágenes se agolpaban en su cabeza como si de una olla en ebullición se tratara, pero lo primero en que pensó fue en la venganza. Podían emplear cualquier nombre del diccionario, pero ella lo conocía lo suficiente para saber que ninguno de los que le proponían era el acertado.

Respuestas. Buscaba soluciones en su cabeza ocupando el tiempo en que debía dormir y comer. Pasó los días encerrada en una habitación ajena con la mirada siempre perdida hacia alguna pared y contestando como un autómata las cada vez menos frecuentes preguntas de sus tíos hasta que por fin dio con un nombre: Roger Carter.

Llevaba falda de tubo, un chaleco, tacones y colonia barata. Era la primera vez que se ponía medias, Debbie solo tenía trece años. Cogió el bolso recién comprado y un taxi. Previamente habían hablado por teléfono y él la había invitado a su casa para prestarle su apoyo.

Eran las nueve y cuarenta cuando Debbie llamó a la puerta. Aquel hombre parecía gratamente sorprendido. Cenaron y tomaron una copa de vino en el sofá. Hablaron del trabajo, de la muerte, de la vida… La convenció de que su padre estaba pasando malos momentos por la explotación a la que se veía sometido y de que había caído en una profunda depresión como consecuencia de su divorcio. O, mejor, la quiso convencer. Ella sabía poco de esas cosas, pero era lo suficiente para darse cuenta de que acercar su boca al hablar y rozarle la pierna con la mano era una muestra de interés que la atraía hacia él y a la vez la repugnaba. Mientras hablaban contuvo las lágrimas y se repetía a sí misma que no era momento de ser una niña.

Bailaron juntos, con más alcohol del legalmente permitido en su cuerpo y terminó durmiendo fuera de casa. Se despertó a la mañana siguiente con la cara como un payaso por los restos de maquillaje corrido. Se miró en el espejo de la cómoda y sintió asco. Se sentía sucia. Quiso ducharse y frotarse el cuerpo enérgicamente hasta arrancarse la piel. Se horrorizó de la imagen degradada y prostituida que la miraba. No recordaba todos los datos, todo había sido un destello ya, pero en su cabeza se agitaban las mentiras que le contó sobre su padre y cómo intentó convencerla de la idea del suicidio.

Vio a aquel hombre que podría ser su padre tumbado sobre la cama deshecha y con el cuerpo totalmente extendido entre las sábanas ensangrentadas y tuvo ganas de vomitar. Sintió una arcada subiendo por su pecho y contuvo el impulso con las manos sobre sus labios, apretando los dientes con una mueca de terror en sus ojos. Se agachó y lloró en cuclillas en silencio para no despertarlo. Las lágrimas de alquitrán resbalaban por su cuerpo desnudo mientras caminaba a la cocina. Volvió al dormitorio con las manos temblorosas y las alzó sobre el cuerpo inerte del homicida. Tres veces. Cogió el teléfono y llamó a la policía con el cuchillo todavía en su mano.

martes, 17 de abril de 2012

En la opaca noche los cuerpos se confunden. La hipnosis de su mirada pétrea y estrellada seduce la candorosa piel. Cada poro se abre, cada vello se eriza al contacto. Sus soplos son cortos y huelen a humo y a hojalata. La sangre bulle y pide salir a borbotones deshaciendo el hielo de sus tubuliformes ojos. Molesta la voz, interrumpida. La decadente atmósfera es pesada y neblosamente incoherente. Sus mejillas saben a húmedas brasas.

Se somete. El añil la subyuga.

Corren enajenados los movimientos, cautivos del aroma a canela, y el polvo del cabecero se sacude con el devenir, con golpes y arremetidas. El cuerpo pesa y el alma estalla en un suspiro.

Murmura el vigor, saluda a la lenidad. Somnolientos, sus pieles se rozan en un esfuerzo final y vuelven a la vida.

miércoles, 11 de abril de 2012

En papel

Querida mamá:

Lo hice. Por fin lo hice. Cumplí lo que me propuse. Estoy escribiéndote desde el otro lado de las rejas, y no me arrepiento.

Te escribo como a mi madre, pero no te conozco más que al carcelero que me abre las puertas. No tienes cara ni cuerpo. No tienes voz ni olor ni unos andares que pueda recrear. Solo tengo un recuerdo tuyo: era verano y estábamos de vacaciones en una ciudad del sur de Francia. Entramos a una tienda y yo cogí un marcapáginas de cartón plastificado que estaba expuesto en el mostrador junto a otros. Tenía imágenes de la ciudad donde estábamos y lo doblé varias veces. Me lo guardé en el bolsillo del pantalón y te lo enseñé cuando salimos de la tienda, como un trofeo. Tú me gritaste y me cogiste de la mano para devolverlo. Retrocedimos el camino y le explicaste avergonzada todo a la dueña de la tiendecita, que yo pensaba que era publicidad turística y por eso lo cogí. Eran cinco francos, mamá. Lo recuerdo aún.

No me hice policía como soñaba en esa época, sino cartero. No tuve que opositar, fue fácil. Lo hice por ti, para saber de ti. Llevo cinco años recogiéndolas, almacenándolas, leyéndolas por ti. Tu nombre y apellidos bastan. Guardé esas cartas que ni eran de ti ni iban para ti. Tengo un santuario donde las coloco por orden alfabético. Abrahams y Pherson acumulan una estantería entera para ellos, son tan populares que los odié.

Exige que te las den y no pares hasta conseguirlo. Es mi ofrenda. Quiero que te quedes con ellas, que sueñes con las historias que se cuentan y vayas poniendo un marcapáginas conforme las leas.

No conseguí localizarte, pero ahora tú sí puedes encontrarme a mí. Dicen que he salido en las noticias.

Hasta pronto, mamá.