sábado, 31 de enero de 2009

El peor te odio

El aroma de un café largo y con dos sobrecillos de azúcar se expandía por todo el salón color vainilla. El silencio reinaba en aquella estancia señorial, sólo el ruido del tic-tac del reloj de pared lo interrumpía cada segundo, provocando una situación incómoda a la par que una tensión desagradablemente continua entre ambos.


- Y… ¿te dolió?


En su cara se dibujo una mueca de terror. Aparto los ojos rápidamente hacia la mesilla de noche. Noté un nerviosismo incipiente en su rostro y sentí estar ante una niña arrepentida de haber roto el jarrón favorito de su madre. Se le escapó un gemido seco que rompió el silencio dominante. Cogió un poco de aire y lentamente lo expulsó.


- No se trata de dolor. Estaba… tenía miedo y al ver la sangre me asusté. Sólo deseaba alejarme. Despertarme de aquella pesadilla y que volvieras a ser el chico que me enamoraba por las tardes en las horas muertas que pasábamos en la cafetería.


Se levantó rápidamente del sofá y se dirigió a la ventana, empañada por frío invernal del exterior.


- No tienes ni idea de por lo que pasé.


Me levanté yo también y me acerqué a ella. Quería abrazarla, decirle que siempre estaría a su lado, que no volvería a pasar por nada similar. Rodearle con mis brazos y besarla en la frente, coger su mano y acariciarla. Después le susurraría un te quiero y ella me regalaría una vez más una de sus sonrisas. Acabaríamos en la cama desnudos, cubiertos por una gruesa manta con olor a incienso.


Levantó su brazo, volvió a mirar a través de los cristales y comenzó a deslizar su dedo índice por su superficie gélida.


- No quiero volver a verte.


Un portazo. Me desplomé de rodillas y las lágrimas empezaron a resbalar en una carrera entre ellas por mis mejillas. Lancé el cenicero que me regaló, haciendo añicos su último mensaje, el peor te odio.

Marzo

Se sentía como de niña el primer día de clase. Sólo las dudas y el miedo correteaban por su cabeza como acostumbraba a hacer en el patio del colegio. Solía estar en el rincón cerca de la fuente con sus amigas sin preocuparse por mucho más que estar a la hora de vuelta en clase. Su primer día lo recordaba con nostalgia, recodaba lo mucho que le costó entrar en aquella jaula, como solía llamar ella a su clase. Tenía mucho miedo de enfrentarse a algo nuevo, sólo quería estar en su casa como hasta entonces; no entendía por qué le hacían pasar por eso sus padres, quienes tanto amor le transmitían en casa. Intentó por todos los medios escaparse del momento de entrar en el autobús que, como la barca de Caronte, le llevaba de camino al infierno. Todos sus lloros, pataleos, gritos y súplicas fueron en vano y sólo sirvieron para convencerse de que no le gustaría ese lugar al que tuvo que finalmente ir enjuagando sus lágrimas sobre el pañuelo que su madre le había regalado ese día. En realidad la vida consiste en una serie de sensaciones limitadas que se repiten a lo largo de ella vistas desde una ventana diferente. Si pudo hacerlo veinte años atrás, podría hacerlo esta tarde.


Hacía girar la cucharilla en sentido de las agujas del reloj como le decía su abuela que se debía hacer. Pensar en ella le tranquilizaba en momentos como ése por los que tantas veces había pasado. No terminaba de acostumbrarse a sentir ese cosquilleo que le poseía de los pies a la cabeza impidiéndole actuar con normalidad ante las situaciones que requieren hacer alarde de una cabeza fría.


Volvía a retomar su trabajo en aquel lúgubre edificio. Estaba concienciada con el momento pero no por ello dejaba de esperar con todas sus fuerzas encajar en el lugar como lo hizo años atrás cuando aceptó el puesto. Se autoconvencía a sí misma de que estaba más que preparada para volver a sentarse en aquel despacho, pero no podía dejar de pensar en las reacciones a las que tendría que hacer frente de ahora en adelante. ‘¿Me recibirán con alegría o cuchichearán a mis espaldas? ¿Evitarán hablar del tema? ¿Seguirá todo igual?’ Muchas preguntas naufragaban en las costas de su cabeza perdidas, buscando desconsoladamente respuestas. Tenía algo seguro, pasase lo que pasase no se dejaría dominar por los nervios ni se atormentaría con la idea de no haberlo intentado. Se lo tomaba más como algo personal, se demostraría a sí misma y al mundo que puede con todo lo que se proponga.


Habían sido unos meses durísimos, pero parecía que todo había vuelto a ser como antes de meterse en todo aquello. Dos veces había estado ingresada tambaleándose sobre el fino hilo que separa la muerte y la vida. Empezó a sentirse sola y buscaba consuelo en aquellas botellas. Poco a poco el cuerpo iba tolerando más cantidad, obligándole a consumir más y más litros. Mientras bebía notaba cómo cada trago le hacía más infeliz, pero no podía salir de aquel círculo vicioso; no sin ayuda. Tenía la casa desarreglada y el frigorífico vacío, su familia y amigas le llamaban menos, en el trabajo tenía cada vez más despistes y oía murmuros detrás de que le volvían loca. Una tarde su jefe le invitó a pedir la baja para volver nueva y le dio la tarjeta de su psicólogo. La cogió, aceptando su derrota. Era momento de afrontar su problema, no podía seguir así.


Había estado asistiendo a reuniones con gente como ella que le hacían sentirse comprendida y acompañada. Le gustaba sentarse cada semana y desahogarse entre sus nuevos compañeros y esto le animaba cada día a acostarse con una sonrisa en la boca, pensando en comunicar sus pequeños logros del día en aquella sala.


Su logro hoy era volver a todo aquello. Respiró hondo, sacudió las migas de su falda y se puso el bolso. Era momento de dejar las inseguridades atrás y mostrar su mejor sonrisa tras aquella puerta metálica. No estaba segura de si saldría como esperaba, pero al menos no podría reprocharse en el futuro el no haber podido enfrentarse al momento. No había nada que perder sino mucho que ganar.

Febrero

8:15 Suena la banda sonora de mi niñez. Me la pasaron hace pocos meses y el oírla me hace transportarme a aquellas tardes vacías delante de la pantalla. Hace años olvidé esa sensación. Y no me arrepiento.

Lunes... Odio los lunes con todas mis fuerzas. Iré a aquel manicomio como todos los lunes, me sentaré y satisfaré mi atormentado sentido de la responsabilidad que tanto me enorgullece. No, en realidad no lo hace, sólo me llega el eco de los halagos que ya estoy acostumbrada a escuchar y a veces me aburre. Si sonríes y cuentas detalles eres poco menos que una estrella, si vuelves la mirada e intentas cambiar el tema, no te interesa nada. Estoy harta de las tan versátiles convenciones sociales.

Me compraré un despertador que no sea tan desagradable. ¿Qué me pongo hoy? La misma pregunta de siempre. ¿Qué hay de comer? Olvidé hacer la compra. Maldita responsabilidad. Qué bien se está en la cama con el frío amenazando ahí fuera, ojalá pudiera estar entre estas sábanas eternamente. Dormir, soñar, vivir. ¡Alehop! Es mejor hacer estas cosas de un tirón. Ya estoy arriba.

13:58 ¿Pero qué…? Otra vez, qué panda de fieras impacientes. Deberían regalar bozales por la calle, harían un bien a la comunidad, especialmente a la mía. Ya puestos, tendré que levantarme. Hoy había lentejas y carne, no me gustan. Qué rebelde soy. Encima tengo el pantalón manchado, voy a tener que salir arreglada incluso a recibir a esas bestias. Mejor me quedo un poco más.

Ayer no estuve hasta muy tarde. Ya va siendo hora. ¿Qué me dijo? Ojalá estuviera aquí dentro, la conversación hubiera cambiado. Me tengo que cortar el pelo, pero no en las Damas otra vez, me dejaron horrible. Lo que cambia la gente con un peinado diferente. Me queda darle un último empujón a ese ladrillo. Lo dejé en la muerte de Víctor. Hace mucho que no llama, pero tampoco yo lo voy a hacer. A él también le tendrían que poner un bozal. Y una vida, para que dejara de indagar en la mía.

Hace un poco de frío. Me levantaría a ponerme otra manta, pero sería renunciar a mí misma. Le llaman orgullo, otros, pereza; yo le llamo sueño. Cómo me apetece un café cargadito y con mucha espuma. En casa se hacen muy bien. A veces la echo de menos, pero si comprara una cafetera el problema estaría resuelto. Soy tan materialista a veces que me doy miedo. A esto creo que le llaman hipocresía, yo lo llamo humanidad. Me gustaría ver cultivando su mente y predicando al pobre de la esquina. Primero la supervivencia y luego la práctica de las virtudes. ¿Quién decía eso? Qué cabeza la mía. Debería usar estrategias mnemotécnicas de ésas. O mejor, comprarme el juego de ejercitar la memoria. En la estación una vieja lo tenía.

Mejor me dejo de rollos y me levanto. Ánimo.

9:00 Hoy te he adelantado, viejo amigo. Pocas cosas me molestan más que despertarme antes de la hora. Lo bueno es que la tortura es más llevadera. En verano me entraba la luz del día por las cortinas y me levantaba de buen humor. Debería abrir las cortinas y dejar que el sol me diera los buenos días. Siempre es más agradable. ¿Cuánto tiempo llevo así? Esto es una completa pérdida de tiempo. Con las cosas que tengo que hacer. Debería llamar a José. ¿Me habrá enviado el e-mail ya? Luego lo miro. Qué majo es.

Hoy vuelvo a sentir la sensación de soledad. En realidad no es tan terrible. En realidad me gusta. Sentirme libre .No preocuparme por nadie. Velas. Renacimiento. Un café. Leer. Un helado. Con cucurucho, no tarrina. Largas conversaciones. La música. Limpiar mi habitación. Un gatito. Mejor dos. Minuciosidad. Él. Comprarme un bollo para desayunar. Pandas. Neologismos. Mimarme. Aprender. Soñar. Placer. Ojalá todo en la vida girara en torno a él. No. Sería aburrido. Odioso. Odio lo odioso. También la rutina. Quiero escapar. Llueve. Debe de ser una conexión entre interior y exterior. En realidad soy muy vulnerable, pero no se me tiene que notar. Unas gotas me golpean, me desgarran, me retuercen, me asfixian, me agotan.

Hoy necesito descansar. Qué sueño. Puede esperar.

Enero

Aquella noche un escalofrío recorrió todo mi cuerpo. La oscuridad reinaba en aquel rincón donde estaba quieta, mirando fijamente el reloj de la pared. Las agujas estaban inmóviles como yo, esperando una reacción que nunca llegó, atentas a lo inesperado y desconocido. Esperábamos algo que estirara el tiempo y dilatara nuestras pupilas.

Ni siquiera mi sombra me acompañaba en aquel callejón, sólo una tenue luz iluminaba el espacio, alentando mi esperanza de poder escapar de aquella pesadilla. Recordé aquellos momentos, su pelo, su voz, su piel, su risa. Nada… no quedaba nada.

Mis piernas se movían rápidamente, el sudor corría por mi frente, mi pulso aumentaba su ritmo progresivamente, podía sentir mis latidos estallando por todo mi cuerpo, en cualquier momento iba a explotar aquella vieja bomba. Me estremecí.

Las paredes se iban estrechando a mi paso por el pasillo de la inseguridad. Cuanto más avanzaba, más pequeña era la habitación. Los recuerdos me asfixiaban poco a poco, agarrotaban mis músculos lentamente. El dolor recorría cada rincón de mi cuerpo, empezando por la cabeza y terminando en el corazón. Por mis venas fluía el miedo, iba invadiendo cada duda y cada error; era miedo del miedo.

Busqué consuelo en una manta que me diera calor y me ocultara de todo aquello que me aterraba. Acurrucada bajo ella daba vueltas en círculo a todo lo sucedido sin llegar a encontrar respuestas, el miedo nublaba mi razonamiento. Lentamente me hundí en aquel mar de dudas e inseguridades, sentía que ya ni el cielo querría cubrirme. Me ahogaba progresivamente en aquel inmenso océano que se apoderaba de todos mis esfuerzos. El agua jugueteaba y se enredaba con mi cuerpo, intentaba luchar desesperadamente pero no me quedaban fuerzas. Sentí impotencia y me dejé llevar mientras veía cómo iba siendo arrastrada por aquella enérgica corriente. Cerré los ojos y relajé todos mis músculos aceptando silenciosamente el fin que me esperaba.

A lo lejos oí el eco de una voz. Me animaba a seguir luchando, a recuperar mis fuerzas y no dejarme arrastrar. En ese instante volvió a mí toda la energía que perdí. Rompí a llorar y dejé que todo el miedo escapara resbalando por mis mejillas. Una a una, las lágrimas iban agotándolo, destituyendo el cruel gobierno de la oscuridad para volver a reinar la paz interior. Respiré una bocanada de aire fresco, todo había pasado.

Diciembre

-->
“Golpea su pecho contra el suelo, siente cómo se retuerce de dolor y grita como un loco maniatado que no ha tomado su dosis. Presiona sus pulmones, contempla cómo su sangre crea un riachuelo que emana de esa fuente de rencor e insignificancia. Disfruta el momento, es todo un espectáculo para los sentidos. No tengas piedad.”

Hizo una parada y se quedó inmóvil con la mirada perdida. Estaba respirando aire puro, el mismo aire que aquellos bárbaros sin corazón. Pero iba a salvarles, iba a honrar a los suyos. Su sueño era ser un héroe de vuelta a casa para demostrar a su familia lo mucho que vale; estaba harto de los comentarios de siempre. Él cambiaría todo en esa desconocida tierra de nadie.

Encendió un cigarro. Nunca le ha gustado fumar, pero tampoco se ha planteado dejarlo; hay cosas que simplemente se hacen por inercia y es mejor así. ¿Qué pasaría si una gota de agua decidiera ir a contracorriente? ¿Qué pasaría si no sólo fuera ella, sino que sus compañeras se le unieran animadas por el sueño de ser diferente, por el sueño de la libertad? ... Le dio su primera calada, él se limitaba a vivir. Sintió el humo dentro, correteando por su pecho. Lo expulsó muy lentamente.

Quería acabar cuanto antes con todo, no le gustaba ni el sitio ni la gente. Aquellos salvajes hacían sentir aquel lugar como el más lúgubre de la tierra. Las plantas no crecían, el sol no brillaba, las ramas de los árboles se enredaban y trataban de extenderse como si de una guerra se tratara, los insectos vagaban sin rumbo, anhelantes de vida; todo era silencio y oscuridad. Aquella oscuridad que reinaba sobre todo el territorio, la misma que se sentaba a la mesa en al taberna de Ruby, solía pedir un trago de vodka y hablar de sueños, mujeres y libertad. Sobretodo libertad.

Habían sido dos años eternos. Las tropas estaban cansadas psíquica y físicamente, pocos soldados mostraban ese brillo en los ojos que les animó a participar en la contienda. Se habían acostumbrado a despertarse con los bombardeos, con los misiles que impactaban contra el suelo con la fiereza de un choque entre dos continentes. No eran sólo balas y proyectiles, eran ideas las que estallaban, las que desgarraban, las que gritaban y mutilaban. Era duro, pero un hombre debe ser firme en sus decisiones y la suya era terminar lo empezado; no había marcha atrás.

De pronto una lluvia de disparos interrumpió sus pensamientos. Sonó la alarma, todo pasó del inicial estado de reposo al de locura en cuestión de segundos. Tanques, aviones, gritos, rifles, soldados, helicópteros y ametralladoras se movían impulsados por el himno de la nación. Con él no había hambre ni cansancio, era el motor que mantenía en funcionamiento todo el sistema siendo tan sólo unas notas mal colocadas sobre un pentagrama.

Tiró el cigarro, cogió el arma y se dispuso a encontrar el motivo de esos disparos. Sus pasos se confundían en ese desfile caótico, todo estaba nublado y confuso. ‘Hoy daremos un espectáculo brillante, estaremos más cerca del fin’, pensaba en voz alta.

Bárbaros y primitivos, bestias carentes de sentimientos, máquinas humanas guiadas por instintos. Hombres, mujeres, ancianos y niños. Todos estaban sometidos al odio. Son el diablo personificado; nuestro deber es aniquilarlos, extinguir la raza, imponer el bien y la razón sobre aquellas criaturas. Libertad. Valor. Civilización. Igualdad.

Las palabras bailaban en su mente como si no fueran a cansarse nunca sabía que tendría que acostumbrarse al desfile de movimientos que se habían instalado en su cabeza.

El llanto de una niña le hizo desviarse. Se acercó lentamente a unas ramas de donde provenían, estaba a escasos metros delante de él. Aquella niña no era diferente al resto de salvajes, era la viva imagen de ellos y como tal debía ser aniquilada; nada podría pararle y menos una insignificante cría. Tenía que regresar con la tropa y no podía perder más tiempo. En sus ojos se dibuja la inocencia, sus tardes en brazos de su abuelo, sus planes de dirigir un ejército poderoso.

‘Vamos, valiente. Haz lo que has venido a hacer y lárgate. Es una mocosa, ¿no lo ves?’, ‘Se parece tanto a Johanna, ¿qué estará haciendo ahora mismo? ¿Esperará a su padre mientras peina sus muñecas?, ¿se alegrará al verme?’. 

Una gota de sudor acarició su frente. Johanna le recibiría con lágrimas en los ojos. Las mismas que caían sobre sus mejillas y nublaban su pensamiento. Se desplomó. Ahora sólo el silencio estaba entre ellos dejando escapar a la pequeña. Aquella criatura era la peor de las bestias, bajo su aparente aspecto de ángel escondía la fuerza necesaria para derrotar al más terrible enemigo. No era un soldado, en realidad nunca lo había sido. Fueron momentos de confusión y desesperación. De una bala nacía un río con sabor a derrota.

Octubre

Ya casi estaba. Había quedado en recogerla a las once y sólo me quedaba guardar las llaves, el móvil y el tabaco, por lo que pudiera pasar. Me quedaban un par de cigarros de modo que tuve que desviarme para pasar por el estanco. Había unos mecheros de diseño pin-up que me llamaron la atención. ‘Creo que le gustaría. Qué diablos, se lo voy a regalar’.

Habíamos estado más de un año sin vernos. Ella había obtenido una beca para estudios de postgrado y estuvo viviendo en Suiza todo el curso académico. Nos enviábamos cartas muy a menudo y tenía miedo de que se olvidara de mí, pero hoy estoy aquí, esperándola con los botones de la chaqueta desabrochados, mi colonia favorita y el mechero de Max Fleischer recién comprado.

Llegué a la estación un poco antes de lo previsto, me entretuve mirando los paneles y me dirigí al andén. Enjambres de viajeros caminaban con la carga a cuestas, con los ojos encendidos y muy abiertos esperando llegar a su hogar y reencontrarse con los suyos. Otros estaban confundidos, deambulaban por los andenes con la mirada perdida, esperando una noticia o a alguien que les obligara a reaccionar. Por último estábamos los tipos como yo, los que impacientemente mirábamos el reloj y buscábamos entre las caras una que nos fuera conocida.

Me quité la chaqueta y me senté. Las dudas habían empezado a invadir mis cavilaciones y necesitaba un poco de tranquilidad que, suponía, no encontraría en aquella caótica estación. Los escombros de la memoria me asediaron, no podía dejar de pensar en lo que había pasado durante el tiempo que estuvimos separados. Probablemente hemos cambiado desde nuestros cafés en los descansos de clase.


Pasaban ya diez minutos. ‘Debe de estar al caer’, pensé. Con cada minuto de retraso me impacientaba más y más. La inseguridad me iba acorralando con cada movimiento de las manecillas de mi reloj de cuarzo. Me levanté y fui al lavabo para lavarme la cara, pensé que eso me espabilaría, que me haría poner los pies en la tierra. Paseé sin rumbo de un lado para otro de la estación, encendí un cigarro y traté de tranquilizarme. Funcionó.


Me volví hacia el panel. Ya había llegado. Me dispuse a mostrarle mi mejor sonrisa y esperé impacientemente en la parada en frente de donde me encontraba. Uno a uno iban saliendo cada uno de los pasajeros, era un flujo discontinuo, un goteo incesante que recogía a su llegada su equipaje. Iban desfilando poco a poco hasta que salió una mujer de unos treinta años, la última de todos.


Miré entre los pasajeros. Recorrí uno a uno con la mirada, esperando reconocerla. En el tren no quedaba nadie, no había venido. Sentí rabia e impotencia a la que siguió una profunda tristeza que no soy capaz de describir con palabras. Fui un iluso al pensar que después de tanto tiempo se presentaría. Saqué su mechero y lo dejé caer al suelo, una lágrima lo cubrió de amargura. ‘Ten, tu regalo’.

Agosto

Curvas, líneas, puntos rojos, esbozos de sonrisas, zapatillas, dedos, bocetos y tinta derramada sobre el lienzo. Todo era confusión en aquel rincón donde sin embargo estaba a gusto. Nadaba entre imágenes oníricas e irracionales que se entretejían entre gritos y susurros. Un dictado del pensamiento sin que interviniese la conciencia que etiqueta las cosas atendiendo a su preocupación estética y moral impuesta por la sociedad. El genio es el más prolífico y auténtico creador de todo lo que existía allí. Le fascinaba esa sensación de libertad. No había prejuicios, ni ideas disparatadas, no había niños señalando con el dedo sino él. Lo suyo.

Aquello no parecía tener lugar en la mundanal percepción a la que estaba sometido. Una figura humana trataba de guardarse en su cajón derecho los últimos gritos del ocaso. El mar escondía bajo sus olas los últimos retoques de la poesía plasmada en las nubes de la arena. El pie de una roca se apoyaba sobre la superficie de un puño que sostenía fuertemente el filo de la espada de la lógica, naciendo así un manantial de sangre y dolor al servicio del lujo.

La técnica era perfecta, nada que criticar al realismo tan demandado en su época. Vivos colores manchaban el escenario de aquella representación donde tenía el papel protagonista, pero la función se estaba representando y nadie le había dado el guión. Era un mundo sin reglas, sin preocupaciones morales que le fascinaba e inquietaba al mismo tiempo. Pensaba en la posibilidad de vivir eternamente en aquella batalla a la razón, pensó que realmente sería feliz entre aquellas incongruencias. Aire. Tempestad. Aislamiento. Inquietud. Sangre. Ritmo. Animación. Inmarcesible. Saliva. Derrame y en definitiva automatismo. A veces se sentaba en el escritorio con la mente en blanco, cogía su pluma, un cuaderno y escribía las sensaciones y percepciones del momento. Era el único instante en que realmente sentía cómo su yo escapaba entre desgarradores gritos de la esclavitud a la que estaba sometido.

De alguna manera sabía que no podía permanecer allí eternamente. Rió y disfrutó de aquella fiesta para sus sentidos consiente de su pertenencia a lo real. Le consolaba pensar en su regreso, ese sitio siempre estaría disponible y no habría que hacer colas, reunir dinero, buscar compañía o estar alerta. El arpa tocó sus últimas notas, era tiempo de regresar al mundo de la hipocresía, de la crítica, de la supervivencia, de las mentiras y, sobretodo, del amor. Al menos con él se sentía con fuerzas de enfrentarse a todo aquello que tanto odiaba.

Julio

Dicen que en vida hay que intentar ser feliz cueste lo que cueste, que no importan los medios, que el camino puede ser duro pero lo que verdaderamente importa es alcanzar esa felicidad y autosatisfacción. Eso, mucho me temo, sólo pasa en los cuentos que nos leen de pequeños; son cosas fáciles de comprender por nuestra incipiente conciencia. Cualquiera que haya viajado entiende que después de la primera curva la carretera se va haciendo más complicada y es más difícil mantener el control del volante.

Siempre he soñado en dedicarme a esto de la escritura. Desde pequeño me fascinaban los cuentos de hadas que mi madre me leía al pie de la cama. Tenía predilección por los hermanos Grimm y conocía de memoria la mayoría de sus historias, que solía repetir a mi abuelo creyendo que le hacía un favor instruyéndole en ese mágico e inalcanzable universo. Hoy me fascina el que fuera creado por unas mentes tan prodigiosas capaces de desentenderse de la dureza y crueldad de la vida para crear ilusiones de un eterno mundo sin preocupaciones donde refugiarse.

Con el tiempo pasé a interesarme por otros autores en prosa como Platón, Shakespeare, Dickens, Poe, Nietzsche, Molière, y Voltaire ya que me era más fácil de leer. Cuando tuve la destreza suficiente, pasé a Machado para probar con el verso. Mi madre solía decir que era muy fácil de leer y su pensamiento no era diferente al de un chico del siglo XX, de modo que fue mi puente entre prosa y poesía. Efectivamente acabé inmerso en los poemas de Neruda, Bécquer, Pope, Milton, Blake y Petrarca entre otros. Con el tiempo me fui formando mi capacidad crítica ante un texto gracias a lo que aprendía en aquellas largas noches. Encendía la luz pequeña evitando que mis padres notaran que estaba leyendo a escondidas, sintiéndome como un criminal despedazando a su víctima y procurando a la vez no manchar su gabardina.

Creí que era momento de explorar otro campo nuevo una vez conocidos los más célebres autores de la literatura universal, era momento de convertirme en uno de ellos. Quería sentir el calor de la pluma deslizándose sobre el papel impoluto que espera ser manchado de ideas y sentimientos. Me había dado cuenta por aquel entonces de las apariencias y mentiras de la farsa de vida, y era el momento de plasmar mi desilusión sobre una superficie de la misma manera que aquellos maestros a los que tanto admiraba.

Tal y como hizo Franklin, empecé imitando un modelo perfecto a mi juicio. Me atraía la vivacidad de Molière pese a no ser un gran amante del teatro, de modo que fue el dios a quien rezaba esperando adquirir su maestría. No compartía todas sus ideas pero sí de algún modo ese sentimiento de rechazo ante buena parte de la sociedad de la época. Él combatía contra la pedantería e hipocresía y yo contra las mentiras con las que se nos educa arrebatarnos violentamente nuestros sueños. Experimenté la agradable sensación de estar creando algo que podría leer en un futuro y de lo que estar orgulloso como un padre lo está de su hijo. Las ideas nacían en mi imaginación, fluían por mi mente y finalmente desembocaban en el mar del papel recién entintado. Era algo mejor que toda la producción literaria de Platón, era el sentimiento de poder crear algo y modificarlo a mi antojo, de estar más cerca de esos modelos que desde tan abajo admiraba.

Sentía con cada palabra escrita que había nacido para aquello, aunque no era para lo que me estaba preparando. Tenía mi futuro dispuesto para dedicarme a la abogacía desde pequeño por seguir los pasos de mi padre, hoy una figura consagrada en el círculo en que se movía. Estaba embarcado en un navío desde el que saludaba a mis acompañantes que se habían quedado en tierra. ¿Realmente me gustaba la idea de ser abogado o me había limitado todos estos años a seguir las directrices impuestas?

Lo más fácil hubiera sido continuar con mi carrera en Derecho, pero mi ya desarrollado espíritu crítico me lo impedía y me di cuenta de lo que realmente me gustaba y quería hacer en la vida. Escribir sería mi manera personal de alcanzar la felicidad que tanto buscaban los protagonistas de aquellos cuentos de gnomos, duendes, gigantes y elfos que quedaban ya muy atrás.

La noche en que se lo comuniqué a mis padres se me quedó grabada a fuego. Recuerdo sus caras de desaprobación y decepción. Tenían una brillante imagen de su hijo, grandes proyectos y expectativas para mi futuro y les deshice todos sus planes. Nunca más me verían como el orgulloso hijo del que presumir. Les decepcioné y me preocupaba cómo podrían sentirse ellos más que de mi propia felicidad. El panorama me desanimó mucho, pero pensado fríamente rendirme ahora no tenía ni pies ni cabeza. Se trataba de mi vida y a partir de entonces ellos serían espectadores. Por fin había escrito y creado mi propio cuento en que me refugiaría, mi propio Nunca Jamás.