miércoles, 27 de enero de 2010

#6: Se divisaban cientos de hadas en lontananza

Se divisaban cientos de hadas en lontananza. Revoloteaban batiendo rápidamente sus alas, moviéndose al ritmo de la melodía de la Sinfonía número cinco en do menor de Beethoven en una atmósfera solemne. El césped donde yacía estaba húmedo y pinchaba mi cuerpo por millones de sitios, pero no sentía dolor. Flautas, oboes, fagots, trompetas, violoncellos, ¡timbales! Ta-ta-ta taaaaaan. Levanté la vista y el cielo asalmonado reflejaba mi cara sonriente. Notaba el cosquilleo de millones de enanitos paseando por mi piel y solté una carcajada sonora que los espantó. Ni hadas, ni gnomos, estoy jodidamente solo ahora, salvo por el unicornio rosado.

Las endorfinas me mantienen en un estado de bienestar y siento que estoy en el edén, Mi cuerpo se alza eufórico sobre el pastizal y noto cómo floto sobre la ciudad. Soy ingrávido y etéreo y vagabundeo dejándome llevar por la brisa como una nube. Desde arriba puedo ver todo. ¡Violines! Ta-ta-ta taaan. El humo de las chimeneas me envuelve y noto un suave hormigueo por mis brazos, por mi cuello, por mi pecho, por mi p... ¡será cabrón! Doy manotazos enérgicamente al aire, apartando violentamente aquel pegajoso tufo y mi cuerpo cae en picado. Intento gritar, pero me cuesta vocalizar y tras un par de intentos finalmente me rindo. ¡Ta-ta-ta taan! Y la música se detiene bruscamente.

En uno coma tres segundos estoy de nuevo en la repulsiva tierra, cubierto de barro hasta las orejas y dolorido por el golpe. Huelo mal y el corazón me late rápidamente. Tembloroso, me intento levantar despacio y noto descargas eléctricas sobre mis piernas. Me siento desorientado, las fuerzas me fallan y los párpados me pesan. No nos dejan hacerlo, nos quieren estúpidos y airados para que luchemos entre nosotros. Para que votemos, compremos, invertamos, procreemos y el ciclo se complete. Maldita sea... Todo me da vueltas. Creo que es momento de otro chute de mi triptamina favorita... ¡Hola de nuevo, pequeñas!

jueves, 14 de enero de 2010

El bizcocho

Érase una vez un niño normal y corriente que iba a clase todos los días acompañado de su mamá. Una tarde, a la salida del colegio, le llamó la atención un escaparate donde estaba expuesto un grandísimo bizcocho de chocolate. Pegó su naricita al cristal que le separaba de aquella esponjosa y oscura maravilla y se quedó embobado durante unos segundos. Tiró de la manga de su mamá y pidió que se lo comprara, pero ésta se lo negó diciendo que los dulces le dejarían ciego, de modo que nuestro pequeño tuvo que renunciar a su azucarado sueño.

Todas las tardes pasaba por aquel escaparate y no podía evitar volver su vista hacia él. Cada día uno nuevo que un enigmático pastelero elaboraba con mimo por las mañanas para impresionar a nuestro niño protagonista. Unos días era más grande que otros. O tenía más partes blancas que negras. O almendras. A él no le importaba, seguía siendo tan apetecible como el primer día que fijó su vista en él.

Días, semanas, meses pasando por el mismo escaparate, y seguía sin poder permitírselo. Por fin, una tarde su abuela le dio algo de dinero y decidió entrar a la pastelería.

Lo tenía en sus manos. Por fin. Ahora sabría finalmente a qué sabía. Se había imaginado su olor, su tacto, su sabor durante tanto tiempo que le costaba hacerse a la idea de que pronto todas su dudas se disiparían y el misterio acabaría.

Decidió guardarlo para otra ocasión especial. Cuando acabara los deberes o ayudara a su mamá con la cena, cuando hiciera la cama, como recompensa. Pasó el tiempo y no encontró ese momento tan especial que estaba esperando. Ninguna le parecía lo suficientemente buena. Por fin, una tarde conoció a una niña muy dulce y especial para él. Pensó que sería un gesto muy bonito darle aquel bizcocho que significaba tanto para él. Habían quedado en casa, y por fin, él sacó el pastelito del plástico que lo envolvía.

Horrorizada, la niña gritó y saltó del sofá. Él se quedó solo sobre la alfombra mientras pequeños gusanos recorrían su cuerpo lentamente, llorando y temblando de frío.

martes, 5 de enero de 2010

1104

Vago por una tierra árida sin descanso día y noche. Los pies me pesan y tengo la vista ya nublada. (¿Dónde estoy?). Levanto la cabeza y noto el sudor corriendo por mis mejillas, cayendo atropelladamente. (¿Qué hago aquí?). Miro hacia abajo, tengo algo en mi piel. Giro la cabeza en un movimiento rápido y toco con mis manos la marca. No, no se va... No es pintura. 1104. Tengo un 1104. (¿Es eso lo que soy?). La memoria en blanco y tan sólo un número grabado a fuego en mi costado. (¿Pero qué...?). Sigo caminando, pero mis pies no dejan huella sobre la arena que me rodea. No tengo un lugar al que regresar y estoy desnudo. Soy un número, uno más entre millones y millones de números que como yo están destinados a la muerte. ¿Acaso tengo una meta? (¿Acaso importa?).

lunes, 4 de enero de 2010

Rumbo hacia el norte

55.000 pies sobre la tierra, -75 ºC 940 kilómetros por hora, 2,9 litros de combustible por pasajero cada 100 kilómetros de recorrido, 600 toneladas, 500 pasajeros, tres horas de viaje por delante y una maleta sin facturar llena de ilusiones sobre su cabeza. Dirigió su vista por la ventanilla con la mirada perdida. Francia, Los Alpes, Italia, Suiza quizá, ¿Luxemburgo...? Se preguntó qué tierras estaría sobrevolando. Nubes cubriendo ríos y prados, ciudades y pueblos enteros rendidos a sus pies.

Apoyada sobre su brazo, suspiró.

El mundo se veía insignificante desde allí arriba. Abajo quedaron los problemas, las inseguridades, las mentiras, las responsabilidades, las falsedades. Todo era ya tan diminuto que se creyó capaz de pisotearlo. El día anterior había estado sufriendo, pero hoy ya no llora. Abajo quedó él y todo lo que un día fue.