viernes, 27 de agosto de 2010

Túes.

Ayer quedé con Sergio. Un café que se alargó hasta unos pinchos, unas cervezas, unas cuantas copas y un revolcón en su ático de madrugada. Me fui sin despedirme ni dejarle mi teléfono. La semana pasada fue Mario, un abogado de treinta años. Estábamos los dos buscando libros de Neuman en la librería de la esquina y empezamos a hablar de poesía y sobre lo pretenciosos que pueden llegar a ser los artistas. Salimos a la calle y me invitó a su casa a prepararme una comida japonesa que estaba de muerte. También dormí ahí. Mañana he quedado con Pablo, un compañero de la facultad. Es alto y tiene los ojos verdes; muy mono. La última vez que le vi me sonrió y me dijo que quería volver a verme. Con Enrique sólo recuerdo que era de noche y acabamos hablando sentados en el borde de la acera de fuentes de letras y del efecto que producen (¡la comic sans es horrible!). Siempre evito hablar de mí misma, de lo que siento, de cómo ha cambiado mi vida desde que se fue. No hago ascos a nada, me pone cualquiera con un poco de labia y una bonita sonrisa. No pido más. Sergio, Mario, Pablo, Enrique, Timmy, Pepe, ¿Juan?. No me gusta dormir sola. Cada noche es uno diferente, pero en la oscuridad y silencio de la noche, cuando sólo se adivinan nuestras siluetas, te beso, te acaricio, te susurro, te abrazo a ti. Cada día tienes un cuerpo, un aroma, un sabor diferente. Nunca te dejo hablar. Me tocas el pelo y me muerdes y sé que eres tú. Te digo que te quiero y que eres el hombre de mi vida y por la mañana me voy a duchar a casa y me preparo para nuestro próximo encuentro. Me encanta que me sorprendas cada noche así.

jueves, 26 de agosto de 2010

Fecha de caducidad/Consumir preferentemente antes de…

Debió decirme que tenían fecha de caducidad. Debió avisarme de que sus te quieros tenían un plazo de validez de un par de meses; me sentaron mal. Debió avisarme de que si tomaba sus besos a sorbos caería enferma, que no debí pedirle más ni engancharme a su olor de forma tan obsesiva. Me empaché desequilibradamente de su cuerpo en una madrugada fría y seca como se volvieron sus palabras desde entonces. Aquella noche mi boca buscaba la suya de forma desesperada, corría entre lágrimas a encontrarme con sus manos, gritaba de pasión por oírle respirar cerca de mi oído y decirme que quería que me fuera con él. Sentía el ardiente fuego en sus pupilas mirándome y desgarrándome el cuerpo y el alma lenta y rítmicamente. Me inyectó su veneno hasta el fondo infectándome el vientre y el pecho. La pasión se asomaba por la comisura de sus labios formando una mueca de placer que mi retina capturó de forma indeleble condenándome a sufrir hasta la eternidad. Mató de un disparo y sin temblarle el pulso las mariposas de mi estómago cuando le vi irse sin mirar atrás y el agujero no cicatriza. Porque no debí, porque estaba en mal estado, porque estoy enferma y me duele el corazón. Y dicen que no tiene solución.

jueves, 12 de agosto de 2010

Amistad

Era un sábado lluvioso y volvían del teatro. Habían estado viendo una comedia bastante mediocre; después fueron a cenar. Él quería ir a un italiano, pero ella prefería ir a un indio por variar. Ella se salió con la suya. Volvían a casa en coche y un Fiat 1500 Cabriolet arremetió contra su parte trasera mientras esperaban que se abriera su semáforo en un paso de peatones. Él perdió la vida minutos más tarde mientras estaba de camino la ambulancia. Ella logró sobrevivir. Estaba de tres meses, su hijo nacería huérfano de padre cinco más tarde.

Nací con cuatro dedos en total, los meñiques de las manos y los pies. Era el precio a pagar por la vida de aquella mujer embarazada y su niño.

Aquella mujer, mi madre, siempre me decía que llevara las manos en los bolsillos para disimular mi defecto, pero yo lo odiaba, especialmente en verano cuando mis pantalones escondían unas manos sudorosas y deformes. Aprendí rápido a manejarme con los dedos. Utilizaba hábilmente los de los pies, que usaba a veces cuando tenía los meñiques de las manos doloridos o agarrotados. Mi madre solía cortarme en trozos la comida para facilitarme las cosas y en el colegio los niños se volvían hacia mí cuando pasaba y cuchicheaban entre ellos. En música me libré de tocar la flauta, esa fue la única ventaja en toda mi vida que tuve respecto al resto de mis compañeros.

Me licencié en Medicina y especialicé en cirugía. Hice el doctorado, varios cursos de posgrado relacionados con la microcirugía y aprobé el MIR. Conseguí trabajo en la Clínica Teknon, Barcelona y ascendí rápidamente a jefe de servicio del departamento de Cirugia plastica, estética y reconstructiva por la eficacia de mi trabajo. Con el dinero que fui acumulando me trasladé a la Guayana Esequiba, Venezuela. Abrí un centro del que me hice único responsable. Allí entablé amistad tras una operación quirúrgica de orejas debido a un tiroteo con el consigliere de una de las grandes familias, Paolo Sasso.

Cada año Paolo me obsequia con un regalo como agradecimiento. Hoy cumplo cincuenta y siete y ya sumo veintitrés dedos.

martes, 10 de agosto de 2010

Mrs. Larcy

—Adah, treinta y cuatro. Esposa y madre de dos niños preciosos de cinco y seis años. Trabajo como supervisora de los productos bucales de una conocida empresa. Soy esa chica de la que se ríen cuando comenta que su empleo consiste en oler el aliento de un compañero tras mascar todo tipo de chicles, probar millones de pastas de dientes y enjuagarse con todo tipo de fluidos para comprobar la eficacia de los millones de productos que van saliendo al mercado.

Se oyó una leve risita en la casa. Adah dirigió su mirada hacia ella:

—No te preocupes, estoy acostumbrada. Vine a este grupo animada por Dan, mi psicólogo. Empecé a oír estando sola en casa, mientras hacía las labores del hogar. Ya sabéis: cocinar, limpiar el polvo, fregar, planchar... Me pasaba las mañanas encerrada en casa y trabajando por las tardes. Los niños se iban al colegio, mi marido a su trabajo y yo me quedaba con lo mío.

Dejó de hablar durante unos segundos para tragar saliva. Sus dedos se entrecruzaban continuamente y tenía la cabeza agachada. Estaba nerviosa, se notaba que era su primera vez en un sitio como aquel.

—Entonces empezó todo. Me comentaba cosas cada vez más a menudo como "esto se dobla así" o "hay que lavar tal cosa" mientras yo arreglaba la casa. Cuando iba al trabajo y en casa con los niños todo era perfectamente normal, perouna noche a los pocos meses empecé también a escucharla. Estaba dando vueltas sobre mi cama, no podía dormir. La voz apareció y me preguntaba cosas como que por qué no podía dormir, que si amaba a mi marido, que si me sentía orgullosa de mí misma, que si esa era la vida que de pequeña soñé... Entonces la reconocí. Era Mrs. Larcy, mi profesora del colegio. Cuando desenmascaré esa voz empecé a entablar conversaciones más interesantes con ella. En la cocina, en el salón colocando los libros, en el baño limpiando la bañera... Ahí estaba ella, conmigo, hablándome sobre la vida y quitándome el sueño por las noches.

Paró para coger aire y se quitó las arrugas de la falda.

—La relación con mi marido se deterioró bastante. Apenas hablábamos, él empezó a salir de casa mucho y yo no dormía por las noches con él por falta de sueño. Dejamos de mantener relaciones, yo dejé de salir con mis amigas y mi vida consistía en limpiar de día, trabajar por las tardes y pasear por la casa de noche. Todo se convirtió en un círculo vicioso. Mi marido y yo discutíamos a menudo y dejé de mostrar afecto e interés por los niños. Ellos le preguntaban a su padre qué le pasaba a su madre, por qué se reía sola, por qué tenía esa mirada nostálgica, por qué gritaba. Él les decía que mamá tenía mucho trabajo y llegaba cansada, pero que se me pasaría pronto si me cuidaban entre los tres. A veces sentía palpitaciones, sudores y mareos, pero no me preocupé demasiado porque creía que era del estrés. Me aislé de todo lo que tanto tiempo me costó conseguir, pero ella siempre estaba a mi lado, dándome consejos, consolándome y prestándome un hombro sobre el que apoyarme. El hombro que mi marido no supo darme nunca.

Se emocionó. Una lágrima cayó rápidamente por su mejilla y corrió avergonzada a su bolso a coger un pañuelo y se disculpó.

—No pasa nada, Adah —le dijo Gustav, que dirigía la sesión—. Todos sabemos por lo que estás pasando. Tómate tu tiempo y continúa cuando estés preparada.

—Un día la situación con mi marido se puso más tensa de lo que últimamente era normal. Él me empezó a gritar que ya no era la misma y yo le reproché sus continuas salidas de casa. Ambos nos pusimos nerviosos, él me levantó la mano y yo cogí los platos y los rompí contra la pared. Uno a uno, toda la vajilla, mientras él seguía gritando, con la cara roja y las venas del cuello hinchadas. Cogí un cuchillo y entonces me agarró por la cintura y forcejeamos hasta acabar en el suelo llorando abrazada a él. Entonces me di cuenta de que esto tenía que parar. Fui a Dan y estuvimos hablando. Me mandó a un psiquiatra y estuve siguiendo un tratamiento farmacológico. Antipsicóticos, neurolépticos, entrevistas psicoterapéuticas de apoyo y finalmente este grupo. Volví a salir progresivamente con mis amigas, me sentaba a hablar con mi marido y mis hijos e intentaba mantener mi cabeza ocupada, tal y como Dan me recomendó. Finalmente Ms. Larcy me dejó.

Adah volvió a echarse a llorar.

—Eso es maravilloso, Adah. Has conseguido salir de una enfermedad terrible. Eres un ejemplo de superación y esperanza para la gente con esquizofrenia.

—No, doctor. Es horrible. Me siento más sola que nunca. Dan dice que estoy sana y debería estar contenta, pero ya no encuentro ese apoyo que me daba en ninguna parte. Mi marido sigue saliendo. Menos, pero lo hace. Nos hemos distanciado, las cosas nunca han vuelto a ser las de antes y creo que tiene una amante. Con mis amigas tampoco me siento del todo cómoda. Al fin y al cabo ellas tienen sus problemas y yo los míos. Mrs. Larcy era mi única y mejor amiga, ahora es cuando me doy cuenta de lo que significaba para mí. Estoy desolada, no sé qué hacer ahora. Quiero volver a oír su calmada voz en mi cabeza.

En la sala, todos nos quedamos en silencio. Nadie se atrevía a contestar.

Ese fue el último día que vi a Adah, que dejó de venir al grupo de apoyo. Un par de años más tarde me encontré con Gustav y estuvimos charlando. Me comentó que Adah volvió a Dan y le pidió dejar de tomar los psicofármacos. Adah pudo volver a sentir el apoyo que necesitaba para poder hacer frente a su vida. Mrs. Larcy volvió.

sábado, 7 de agosto de 2010

Plan de tarde

No teníamos nada que hacer en toda la tarde, joder. Mica estaba sentado en el suelo con los brazos en cruz como atontado, el imbécil de Cleto nos estaba dejando sin papelas porque aún no había aprendido a liar. Lucio jugaba con su pipa y Tomé daba vueltas a la basca impaciente por hacer algo. Iba hasta el culo de nieve.

- Venga, ¿qué pasa? ¿qué hacemos, tíos?

Cleto siempre se ha creído el líder. Menudo hijo puta está hecho el cabrón. Parece que no se ha dado cuenta aún de que las órdenes las doy yo.

- Cierra la puta boca. Aquí el que hace los planes soy yo así que deja de cantear.

Miré a mi alrededor buscando alguien a quien molestar. Una putilla aunque fuera, por pasar el rato. No vi más allá de un par de tiendas y cuatro pakirris que paseaban por la calle.

- Levantad el culo. Vamos a esa tienda de allá.

- ¿Qué vamos a hacer ahí? Si es un super de mierda.

- ¿No queríais hacer algo? Pues vamos a demostrarle al dueño de esa tienducha quién manda en este barrio. Lu, no te olvides la pipa.

Lucio se metió su Luger en el pantalón, semiautomática vieja pero efectiva y fuimos para aquel antro sin pararnos. Entramos dando un portazo a la vez que saqué mi preciosa Heckler.

- ¡Que no se mueva nadie o estáis jodidos!

A Tomé se le notaba el amarillo y empezó a coger bolsas de patatas, nachos, latas de conserva y Dios sabe qué más. Yo me acerqué al dueño y le presenté formalmente al señor nueve milímetros. El tío estaba cagao y no dejaba de suplicar no se qué de una cría. Mica y Cleto recorrieron el local destrozando todo y Lucio fue a la caja a meter todo en bolsas.

- ¡Vamos, vamos ya, hostia!

En cuanto Tomé terminó di la órden y salimos echando mistos. Tomé se tropezó con un cliente de lo mamao que iba y le dio un par de bucos. Cogí del cuello a ese pasmao y nos largamos. Corrimos varios metros y nos sentamos a ver qué teníamos. Mica empezó a contar.

- Cinco... Diez... Treinta... ¿Tres y dos?

- Cinco, capullo.

-Cincuenta... y dos... con diez. Menuda mierda, tíos. ¿Qué hacemos ahora?

- Tenemos lo suficiente para poder comprar algunas chuches para todos, joder. Vamos a ver a Mani y nos dehacemos de toda esta chatarra. Tomé, deja esas guarradas en el suelo, no las queremos para nada, la próxima vez preocúpate por coger algún cuchillo. Vamos, buen trabajo.