lunes, 5 de septiembre de 2011

Siete

Me encuentro de repente sentado en un sofá marrón como de plástico. Es del malo. Me asusto, no sé dónde estoy ni cómo he llegado allí.

Siete.

No tengo las manos atadas ni nada me impide levantarme y salir de este cuarto. A mi lado hay una mujer.

¡Deborah! ¿Qué ha pasado aquí? —le digo asustado.

Clive, cariño. No pasa nada, tranquilo —Deb me pone su mano sobre mi hombro.

Siete.

Me levanto corriendo y miro por la ventana. Parece que estoy en un hospital. ¿Habré tenido un accidente? Me puedo mover perfectamente, quizá me ha pasado algo en la cara. Corro al espejo a mirarme. No tengo marcas de ningún tipo.

Siete.

Clive, está todo bien.

¿He tenido un accidente? —estoy nervioso y me sudan las manos. Tengo miedo.

No, sólo relájate —me dice mientras extiende su mano hacia mí—. Confía en mí.

Menos mal que te tengo aquí, Deb. Eres mi ángel. Eres el paraíso traído a la tierra.

Hace veinte años tuve encefalitis, poco después de casarme. Es la primera vez que hablo desde entonces. Nunca he visto a nadie, Deb es la primera persona con la que hablo en esos veinte años.

Siete.

Me aburro. Voy a leer algo. Me acerco a la estantería y cojo el primer libro con el que se encuentran mis ojos: Moby Dick. Qué nombre tan raro.

Clive, no… No te molestes, cielo —tiene una mirada triste en los ojos, ¿habrá pasado algo?

Siete.

Tengo un libro en las manos. Se titula Moby Dick. Leo en voz alta:

Mi nombre es Ismael. Hace unos años – no importa exactamente cuántos- sin apenas dinero, se me ocurrió embarcarme y ver mundo.

Siete.

Y por supuesto, porque se empeñan en pagarme mi trabajo, mientras que un pasajero se ha de pagar el suyo. Aún hay más: me gusta el aire puro y el ejercicio saludable Digamos que el marinero de proa recibe más cantidad de aire puro que los oficiales, que van a popa y reciben el aire ya de segunda mano".

(Siete).

Y entré en el lugar. Desde los bancos. un centenar de rostros negros me examinó: era una iglesia para gente de color. No servía. pues, para mis propósitos”. ¿Pero qué…?

Clive, ya sabes. Lo del virus… No puedes leer —Deb me quita el libro de las manos y lo deja sobra la mesilla.

Y tiene razón, tuve encefalitis hace muchos años y desde entonces no puedo ver películas ni leer. No le encuentro sentido a nada.

Siete.

Eras un gran director de orquesta. Dirigías a decenas de músicos y la gente lloraba al escuchar tu música. La última vez que te subiste a un escenario cinco países retransmitieron el evento. Todos estaban llorando.

Es increíble… —se supone que habla de mí, pero para mí es como si me contara un cuento.

Siete.

No sé si es de día o de noche. No tengo pensamientos ni aspiraciones. Lloro mucho, pero no sé por qué. No sé quién soy. Sí sé que estoy casado, que trabajé para la BBC y que amo a Deborah con locura.

Siete.

Cojo un cuaderno. Está escrito con anotaciones de una línea, separadas por rayas horizontales. Leo:

“10:06 y estoy vivo”. “10: 06 y me acabo de levantar”. “10:07 y me acabo de levantar por primera vez”. “10:07 y veo bien”. “10:07 y estoy teniendo mucha paciencia”.

Siete.

Todo está escrito con mi letra en ese cuaderno, pero yo no lo escribí. No sé qué es eso. Un virus hizo que mi memoria borre todo el contenido almacenado cada siete segundos y desde entonces nunca he visto a un ser humano. Me encuentro angustiado. Sin conciencia ni memoria no soy nadie, estoy muerto. Cojo un libro que está sobre la mesilla. Se llama Moby Dick. Vaya nombre raro.