sábado, 26 de marzo de 2011

Polilla

Como un insecto aguardas impaciente mi caída. Deseas apasionadamente que tiemble y grite de dolor para saciar tus ansias de venganza mientras puedas salpicar y reír en el charco de mis lágrimas. Te vas retorciendo hacia mí con un cuchillo alargado en la mano, clavándomelo y esperando con los ojos inyectados en sangre que salga el agua y la sal de nuevo. Me chillas que me odias de forma enfermiza, que quieres que sufra, que lo necesitas para poder continuar. Buscas desesperadamente el mejor ángulo para el corte, y vas perdiendo tus fuerzas en el intento. Te veo a lo lejos y estás tirado en el suelo, parece que te has rendido. Miro con indiferencia y te veo sufrir. Eres un parásito.

Siento pena por ti; al final condesciendo. Cojo tu cuchillo, ya he visto suficiente. Tú no me puedes hacer daño. Me hago un corte limpio y rápido en los ojos y comienza a brotar sangre y lágrimas. Me he quedado ciega, pero sonrío; te he dado lo que querías. Corre un río de tinta rosa hasta ti. Ahora eres tú el que llora.

viernes, 18 de marzo de 2011

Concha

Concha ya no me devuelve las llamadas.

Quedé con ella en la cafetería del corte inglés la semana pasada y no vino.

Apenas sé de mi hija, desde los setenta dejó de preocuparse por mí. Y lo entiendo, yo sólo soy una vieja, pero a veces me gustaría poder invitarla a un café con pastas con las niñas como solíamos hacer los domingos.

Ayer alguien metió las zapatillas en el congelador. La mandadera por supuesto que lo niega. Tiene un talento innato para negarlo todo, me debe de tomar por tonta. Me doy cuenta de que faltan magdalenas en el armario y el queso se acaba extraordinariamente rápido. De eso no le digo nada porque no quiero enfadarme por un poco de comida, pero no me gusta que me tomen el pelo de esa manera, y menos en mi propia casa.

A veces se va sin despedirse.

Un día me enfadé seriamente con ella. Fue en verano, tenía la maleta hecha con la ropa y la bolsita de aseo para ir a Salou con mi sobrina y su familia, pero la muchacha en un momento me deshizo todo. ¡Y encima fue ella la que se enfadó! Me parece una insolente, no la soporto.

Apenas hablamos; no le caigo bien y ella no me cae bien a mí, pero trabaja mucho y baja a hacer la compra. Alguna vez le he querido pagar un aguinaldo y no lo ha aceptado por mucho que he insistido. Debe de ser porque ya se cobra ella misma con el jamón serrano de la nevera.

Cada semana me pone un tipo de vajilla diferente para comer. Yo siempre le digo que me gusta la que me regalaron al casarme, que me ponga esa, pero creo que la tiene escondida en algún lugar porque hace años que no la veo. No sé qué plan se trae entre manos. No me gusta que el plato sea verde porque no sé si he terminado cuando hay crema de guisantes. Tampoco me gusta que me ponga vasos de plástico, me siento como una niña.

Hay días que me tiene sin darme de comer, y tampoco me deja cocinar a mí. No sólo me roba comida sino que no me deja a mí misma comer lo que es mío.

Me cambia las cosas de lugar.

La he echado varias veces, pero vuelve, y siempre a entra en casa a una hora diferente. A veces me sorprende en mitad de la noche, cuando voy a entrar al baño. Otras llegan mientras estoy desayunando. Una vez derramé la leche y me puse perdida; un día de estos me va a matar de un infarto, que yo ya soy mayor.

Yo creo que está un poco mal de la cabeza; en parte siento lástima por ella.

Ayer metió las zapatillas en el congelador.

domingo, 13 de marzo de 2011

Calling

Estaba cerca. Llevaba ya dos horas trabajando. Había tomado un zumo y unas tostadas para desayunar y arranqué el coche oyendo la emisora de siempre. Eran mis últimos minutos de vida y estaba paralizado. El miedo y la falta de tiempo te hacen sudar y pensar eficazmente en soluciones rápidas. No piensas, sólo actúas. Toda mi vida había pensado en cómo moriría, qué diría, con quién estaría, qué música quería para mi funeral, a qué médico debían venganza mis hijos. Nunca lo imaginé así.

Quería despedirme de mucha gente. De mis padres, de mis hijos Carl y Evan, de mi mejor amiga Sarah, de Edward, de mi primera novia Evey y de la zorra de mi exmujer. Se había llevado la custodia de los niños además de la casa, el perro y parte de mi sueldo mensual. El mismo que me da cada fin de mes su marido, mi jefe. Me destrozó la vida, nunca quise saber más de ella. Pero ahí estaba, marcando su maldito número mientras pensaba en cuánto la odiaba. Esa fue la llamada, la última, la única persona de la que pude despedirme: fue ella.

Por qué lo hice no importa. Sólo lo hace el que estaba sobre el suelo llorando, sosteniendo con mis manos temblorosas el aparato asustado como un niño y diciéndole que la amaba, que siempre la llevé en mi corazón, que lamentaba no habernos podido hacer felices como prometí, que no quería que se olvidara de mí y que la cuidaría siempre desde la distancia. La odiaba con todas mis fuerzas, es verdad, pero eso sólo era la consecuencia visible de lo tantísimo que la amaba.

Esos segundos antes de morir comprendí qué es la vida. Irónicamente, cuarenta y ocho años después. Y, ¿saben qué? No es tan complicado. No busquen teorías científicas, no busquen explicaciones lógicas. Toda la vida se comprime en los momentos previos a la muerte. Sólo entonces te das cuenta de en qué ha consistido la tuya, qué es lo fundamental, qué te hace ser quien eres. Y que has malgastado tu juventud intentando ligarte a la rubita popular.

No es tu nombre, ni tu familia, ni tus amigos o enemigos, ni tus gustos personales o problemas. Es el asiento en que te ha tocado estar durante el vuelo y el despacho que te asignaron cuando te dieron el trabajo. Cuando llamé a Claire me di cuenta de quién era yo: un complejo rompecabezas, una capa de maquillaje tras otro que ocultaba lo que realmente somos más allá del miedo y del orgullo.

Sí, sí, ahora lo pueden ver cursi desde sus asientos, desde sus sofás mientras oyen la tele de fondo y eructan cerveza.

El suelo temblaba y el fuego iba invadiendo los pisos superiores. El mío era el ochenta y dos. Despacho siete. Oía a la gente gritar y amontonarse en las escaleras. La gente lloraba o caía frente a mi ventana sin paracaídas y con los brazos abiertos esperando abrazar la muerte.

La respuesta a la pregunta qué es la vida es otra pregunta:

¿A quién llamarían ustedes?



¿Quizá al 911?