sábado, 7 de julio de 2012

R. Carter

Con la mirada en blanco, colgó el teléfono cuidadosamente y tragó saliva. Permaneció en silencio unos segundos completamente paralizada. Las lágrimas empezaron súbitamente a caer a golpes sobre su falda de cuadros grises y negros. Sus manos temblaban y su cuerpo se contorsionaba sobre el suelo entre sollozos y gemidos entrecortados.

La forma en que la arropaba por las noches, las conversaciones de madrugada comentando los anuncios, sus bizcochos con pepitas de chocolate los domingos, su manía de colocar siempre los cubiertos al revés sobre la mesa… Las imágenes se agolpaban en su cabeza como si de una olla en ebullición se tratara, pero lo primero en que pensó fue en la venganza. Podían emplear cualquier nombre del diccionario, pero ella lo conocía lo suficiente para saber que ninguno de los que le proponían era el acertado.

Respuestas. Buscaba soluciones en su cabeza ocupando el tiempo en que debía dormir y comer. Pasó los días encerrada en una habitación ajena con la mirada siempre perdida hacia alguna pared y contestando como un autómata las cada vez menos frecuentes preguntas de sus tíos hasta que por fin dio con un nombre: Roger Carter.

Llevaba falda de tubo, un chaleco, tacones y colonia barata. Era la primera vez que se ponía medias, Debbie solo tenía trece años. Cogió el bolso recién comprado y un taxi. Previamente habían hablado por teléfono y él la había invitado a su casa para prestarle su apoyo.

Eran las nueve y cuarenta cuando Debbie llamó a la puerta. Aquel hombre parecía gratamente sorprendido. Cenaron y tomaron una copa de vino en el sofá. Hablaron del trabajo, de la muerte, de la vida… La convenció de que su padre estaba pasando malos momentos por la explotación a la que se veía sometido y de que había caído en una profunda depresión como consecuencia de su divorcio. O, mejor, la quiso convencer. Ella sabía poco de esas cosas, pero era lo suficiente para darse cuenta de que acercar su boca al hablar y rozarle la pierna con la mano era una muestra de interés que la atraía hacia él y a la vez la repugnaba. Mientras hablaban contuvo las lágrimas y se repetía a sí misma que no era momento de ser una niña.

Bailaron juntos, con más alcohol del legalmente permitido en su cuerpo y terminó durmiendo fuera de casa. Se despertó a la mañana siguiente con la cara como un payaso por los restos de maquillaje corrido. Se miró en el espejo de la cómoda y sintió asco. Se sentía sucia. Quiso ducharse y frotarse el cuerpo enérgicamente hasta arrancarse la piel. Se horrorizó de la imagen degradada y prostituida que la miraba. No recordaba todos los datos, todo había sido un destello ya, pero en su cabeza se agitaban las mentiras que le contó sobre su padre y cómo intentó convencerla de la idea del suicidio.

Vio a aquel hombre que podría ser su padre tumbado sobre la cama deshecha y con el cuerpo totalmente extendido entre las sábanas ensangrentadas y tuvo ganas de vomitar. Sintió una arcada subiendo por su pecho y contuvo el impulso con las manos sobre sus labios, apretando los dientes con una mueca de terror en sus ojos. Se agachó y lloró en cuclillas en silencio para no despertarlo. Las lágrimas de alquitrán resbalaban por su cuerpo desnudo mientras caminaba a la cocina. Volvió al dormitorio con las manos temblorosas y las alzó sobre el cuerpo inerte del homicida. Tres veces. Cogió el teléfono y llamó a la policía con el cuchillo todavía en su mano.