miércoles, 8 de julio de 2009

RolGame


Empezaba el día después de haber recargado mis fuerzas en la cama –en el buen sentido de la palabra, un héroe nunca hace cosas sucias (aunque no, tampoco se lava)– me equipaba con la ropa de siempre, si la había comprado mi madre mi carisma disminuía cinco puntos, y salía a luchar. La calle era mi campo de batalla: cada cuatro pasos tenía que hacer frente a varios combates que, por supuesto, eran aleatorios. Me encontraba con mis compañeros de clase casi a diario a los que no soportaba y si caminaban en la misma dirección que yo, podía evitar el enfrentamiento y escapar, pero si los veía de frente el duelo era inevitable. Si venían en grupo los sorteaba, pero en el 1 vs 1 siempre salía ganando yo antes de escuchar mi glorioso fanfare.


Yo salvaría a la humanidad como buen protagonista del juego. No soportaba el tedio de toda esa gente. Una sombra se había apoderado del hombre moderno, sumiéndole en la más profunda oscuridad y consumiéndole a diario: el hastío de la vida, el mayor pecado del hombre. Aquellas sombras intentaban refugiarse en viajes, lujos y amistades desechables, pero seguían estando vacías, encerradas en el mundo de lo aparente, efímero y carnal. La revolución industrial primero y los medios de comunicación finalmente acabaron corrompiendo al hombre, sumiéndolo en su desesperación e insatisfacción eternas, y la globalización no hacía más que acelerar esta descomposición de los cuerpos a pasos agigantados, devastando la belleza de la vida. Me interesé por el pasado de nuestra raza con libros que tenía por casa y concluí que todas las civilizaciones habían sido gloriosas salvo la nuestra, pero yo podía quitarles la venda que cubría a aquellas gentes, yo era, y sigo siendo, el último descendiente de aquellos y llevaba su testigo conmigo. Ignoraban que bajo el aspecto de un estudiante problemático, taciturno y aparentemente mediocre se escondía el salvador de una generación entera, o probablemente de toda la humanidad.


Con el tiempo fui subiendo de nivel con los enfrentamientos con mis compañeros. Cada insulto y cada patada me hacían más fuerte, cada gota de sangre que golpeaba el suelo me confirmaba que estaba en lo cierto, que el hombre se había encerrado en su propia prisión y sólo yo tenía su llave. Escuché muchas charlas, y mis profesores primero y mi madre después se convirtieron en mis final bosses después de los entrenamientos diarios con la gente de clase. Siempre decían lo mismo y no había manera de pasar los diálogos; era muy frustrante.


Pensé en hacerme con un arma: un cuchillo, una cadena o algo así. Me hubiera gustado manejar la típica espada enorme, pero llamaría demasiado la atención y acabaría finalmente en comisaría, así que compré unos guantes de lucha por eBay y me preparé físicamente con ejercicios diarios puesto que mi arma era mi propio cuerpo.


Sufría también mis estados alterados: especialmente cuando me mareaba por los largos viajes en tren a mi casa de campo, situada en las ruinas de una ciudad devastada, o comía algo en mal estado (mi madre era un horrible cocinera). Para recuperar fuerzas no me iba a la posada, sería demasiado caro y lo más parecido que encontré fueron pensiones u hostales de mala muerte, nunca llevados por amables personajes que te daban la información necesaria en el momento preciso sino por esperpentos, pero sí intentaba dormir lo suficiente en casa y comer equilibradamente para estar en forma.


No era mal estudiante, aunque tampoco relucían mis notas; me gustaba pensar que subía de nivel con cada aprobado porque eso complacía a mi madre y al resto de profesores; les aliviaba conseguir lo que se espera de un adolescente. Lo que me apasionaba, en lo que realmente brillaba, eran las ciencias esotéricas: se me antojó dominar no sólo mi cuerpo sino mi alma, quería ser capaz de dominar también mi mente con conjuros mágicos. Pedía los libros por internet o los sacaba de la biblioteca y nunca me separaba de ellos, ni siquiera en el descanso de clase. Las burlas e insultos eran cada vez más frecuentes, pero llegué a acostumbrarme hasta el punto en que no me hacían daño. Sólo era capaz de sonreír al pensar en el destino de aquellos recipientes vacíos. Cuando cerraba los ojos me veía a mí mismo lanzándolos contra la pared hasta hacerlos añicos y pisoteándolos, bailando al ritmo de sus gritos y súplicas, y entonces no podía parar de reír. Sí, me reía con ganas.


Me había comprado un cuaderno, un savepoint donde iría guardando cada capítulo de mi vida, que escondí cuidadosamente en el cuarto en que me enclaustraba todas las tardes. Anotaba mis progresos con las ciencias ocultas así como mis evidentes mejoras físicas. Poco a poco me iba acercando al ideal helénico de la perfección física y espiritual. Pero una noche fui a escribir como acostumbraba a hacer a diario, pero no lo encontré bajo mi colchón como siempre.


Mi madre había sido la traidora (sí, siempre hay un traidor) que había llevado mi cuaderno al colegio. Aquella noche al enterarme mi mente no pudo controlar mi cuerpo,… Tenía en su cara una mueca de terror. La oí gritar como en mis sueños, pero no quise escucharla. Veía en ella el reflejo de mis compañeros y reía. Y la golpeé mientras reía, imaginándomela rota, en pedacitos, vacía. Je… ahora sí que estaba vacía.


Dicen que debo ser capaz de expresarme a la gente y abrirme. Además necesito pasar el tiempo hasta que me saquen de aquí y pueda empezar a preparar la pócima de la humanidad. Me compré éste cuaderno porque no me quieren devolver el mío, pero no seré tan estúpido de guardarlo bajo la litera que me han asignado . La prensa y el juez consiguieron que saltara un Game Over en mi pantalla, pero tras la derrota final siempre hay una oportunidad de volver a retomarlo donde se dejó.


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