martes, 23 de junio de 2009

Andrés / Atracción fatal

-->
Lo conocí cuando tenía trece años y se me quedó grabado a fuego el momento en que intercambiamos miradas en el interior de un cine. Era el cumpleaños de Claudia, una de mis mejores amigas, así que nos invitó a todas a ver una película y a tomar algo a la salida. Quizá fue en éste último lugar donde lo conocí, nunca lo sabré, pero no es importante. Disfruté como una enana esa tarde porque estábamos muy unidas, y al volver a casa me dijeron que un chico, que más tarde me enteraría de que era conocido por algunas de mis amigas, no había apartado su mirada de mí. Debí parecerle mona, tonta o manipulable; o probablemente las tres cosas a la vez porque me trató como una vulgar esclava el resto de nuestros días. A partir de allí empezó nuestro tira y afloja.

Esa misma noche se lo conté a mi madre y a mi hermana, tres años mayor que yo: “¡Alguien se ha fijado en mí!”. Era inocente y aún no conocía los trucos que los chicos usaban para engañarnos a las virginales niñas con aspiraciones a mujer respetable y angelical ama de casa de anuncio de detergente como yo. Éste, luego supe, era el punto de inflexión en la vida de cualquier chica de clase media-alta como yo. A los chicos, llegado determinado momento, les toca escuchar pacientemente la charlita sobre el sexo y la importancia de usar condones de sus padres, y a las chicas igualmente nos tocaría una charla del mismo tipo advirtiéndonos de los peligros de nacer con ovarios y anchas caderas. Pero nunca escuché ese sermón. En lugar de eso, ellas sonreían mucho y entre risitas repetían una y otra y otra vez que ya estaba hecha toda una mujer.

A partir del día siguiente empezamos a salir. Quedábamos esporádicamente y nunca entendí por qué esa irregularidad a la hora de vernos; él nunca quería tocar ese tema y yo religiosamente lo respetaba. Descubrí la razón por casualidad una tarde hablando con mis amigas en el portal de mi casa. Les conté que había estado viéndome con el chico aquel que se había fijado en mí llamado Andrés, emocionadísima por dar la nueva y buena noticia porque habíamos prometido que la primera en conocer a alguien especial se lo contaría al resto. Se hizo un incómodo silencio tras la revelación que les hice de mi preciado secreto. Al rato, una de mis amigas rompió el hielo diciendo que ella también estaba saliendo con él, y otra más confesó lo mismo poco después socorriendo a la primera y previendo el chaparrón de ira que iba a descargar sobre ellas de forma inminente. En ese momento creí que se me caía el mundo encima; me habían traicionado dos de mis mejores amigas, y deduje que el resto del grupito ya lo sabía por sus hipócritas miradas de complicidad. Yo debía de ser la cándida y simplona niñita que no sabia nada de las constantes infidelidades de mi Andresito, nuestro Andresito ahora, pero tragué.

Acabé asumiendo la traición de mis amigas y llegué a comportarme como si nada hubiera pasado. Sin embargo, él y yo tuvimos una discusión fuerte y no apareció en varios meses por mi vida dando un portazo final a lo nuestro. Fui feliz las primeras semanas alejada de él; ya no tendría que preocuparme de nada ni nadie como cuando era una “niña”, pero regresó casi pasado un año para atraparme con sus oscuras artes y mentiras. Volvió, volvió para atormentarme y drogarme con su roja esencia. Me cegó para hacerme volver a caer en sus redes inyectadas con veneno de sabor a miel. La reconciliación fue incluso bonita. Es verdad, reconozco que lo había echado de menos después de tantos meses. Cuando estábamos juntos no lo veía muy a menudo, pero nunca estuve tanto tiempo sin verlo. Él se aprovechó de mi debilidad y dependencia emocional al sentir que lo había pasado mal sola, y nunca más se separó de mi lado desde entonces para mi desgracia.

Habíamos vuelto y paradójicamente empecé a odiarle por haberme robado mi bien más valioso y mejor guardado: mi libertad. En el aula, en mis clases de educación física, en la piscina, en el baño, en el viaje de fin de curso, de noche en mi cama… Estaba en todos los malditos rincones de mi vida y me dolía y avergonzaba al mismo tiempo. Irrumpía en mi vida haciéndome sentir algo parecido a ese cosquilleo de enamorada en el estómago, con la diferencia de que él me provocaba arcadas a su llegada. Más de una vez me tuve que quedar en casa tapada con la sábana hasta arriba retorciéndome de dolor, a veces con lágrimas en los ojos, por él. De vez en cuando se comentaba algo entre mis amigas o en las pocas clases de sexualidad que se impartían en mi colegio (uno, santo, católico, apostólico y romano, por supuesto) y me acordaba mucho de mi Andrés. Pero éramos aceite y agua. Yo no lo quería; trababa de esconderlo ante mis amigas y compañeros de clase aun sabiendo que lo conocían y muy bien. Se había convertido en una parte muy importante de mi vida y yo no estaba dispuesta a compartirlo con nadie, aunque sabía que era inevitable hacerlo por su naturaleza infiel. Era una vergüenza para mí y el que otras sufrieran también por la misma causa, incluso más que yo, no me consolaba en absoluto.

Seguimos nuestra relación de forma clandestina. Cada vez lo veía de forma más regular y acabó por gustarme, aprendí a querer cada pequeño defecto que iba descubriendo con el tiempo y la difícil convivencia que manteníamos. Incluso empezó a ilusionarme ir al super a comparar diferentes tipos de compresas y tampones con su compañía. En la playa o de noche especialmente no me gustaba estar con él, pero no podía apartarme de su lado ni pedirle que se fuera. Era una de esas relaciones de amor-odio de las de las novelas románticas: odiaba que me hiciera daño, que manchara mis sábanas o mi ropa recién lavada o que me acompañara cuando hacía deporte (yo estoy horrible en chándal y no deseo a nadie la decepción de verme con uno puesto), pero por otra parte quería estar con él porque me hacía sentir una mujer.

Cuando me mudé a un piso de alquiler con dos amigas al empezar la universidad, descubrí que también él se veía con ellas, y no ya de forma ocasional como con mis compañeras del colegio, sino descaradamente cuando supuestamente venía a verme a mí. A veces comentábamos entre nosotras que Andrés había estado con una y al día siguiente había encontrado a su víctima en la cabecera de la habitación de al lado pidiendo insistentemente saciar su deseo de estar dentro de todas las mujeres que se cruzaran con su encandiladora y ardiente mirada. En la misma noche se iba sin tapujos con dos de nosotras o incluso las tres. Una detrás de otra, irrumpiendo en su habitación como si de su propia casa se tratara. Curiosamente venía a por sus tres víctimas a la vez, estaba durante cinco o seis días en nuestra casa, y se volvía a ir para no volver en casi un mes. Pero yo dependía fuertemente de él, era incapaz de enfadarme al recordar a menudo lo mal que lo pasé cuando estuvo meses alejado de mí y le perdoné todo como una tonta. Mis amigas hicieron lo mismo, todas lo hacemos.

Pasaron los años y empecé a tener mis primeras relaciones sexuales; ese momento lo cambió todo para nosotros. Me empecé a preocupar por él especialmente desde entonces. Quería que no me dejara tirada desde mi primera vez, que estuviera conmigo eternamente para tranquilizarme y consolarme entre sus brazos si hacía falta. Empecé a contar los días para verle tachando los números en el calendario que tengo sobre la pared. Si no acudía a su cita conmigo, si se retrasaba aunque fuera un instante, me preocupaba hasta el punto de alarmar a los de mi alrededor también, haciendo suya mi infelicidad y mis eternas noches de insomnio. Cuando iba a visitar a mis compañeras de piso y se olvidaba de mí me ponía muy nerviosa, creyéndome inferior a ellas, y sacaba mi lado vengativo, celoso y egoísta hasta que venía a por mí cada veintiocho días exactos.

Hoy, ocho años más tarde, seguimos inexplicablemente juntos. Nuestra relación se ha estabilizado después de gritos, dolor, lloros, sorpresas, sonrisas y vaivenes en general y sigue siendo una relación de sabor altamente agridulce de la que he aprendido mucho. Lo echaré de menos cuando me deje —porque lo hará finalmente, lo sé. Pese a todo, lo reconozco: quiero a Andrés, el que me viene cada mes.

jueves, 18 de junio de 2009

Abstinencia

-->
Subí Princess Street desesperado y algo desorientado. Mis débiles manos temblaban y sentía escalofríos escalando por todo mi cuerpo. Con el paso ligero, esquivando a las pocas y agradables viejecillas de paso lento que iban de camino al super un martes por la mañana como almas errantes en un desierto africano cualquiera. Mis ojos iban recorriendo todos y cada uno de los escaparates de la larga calle turística. Una tienda de ropa, dos, tres. De zapatos. De recuerdos de la ciudad. Una farmacia. Un cash-converter… y todo cerrado ¡Maldita sea! Necesitaba mi dosis. ¿Dónde están las tiendas de chinos cuando se las necesita? Sentí náuseas. Ansiaba ese dulce sabor, su suave aroma y áspero tacto, mi preciado tesoro y manjar maya que me satisfacía cada día y que estaba ausente ese fatídico 2-M que recordaré sino toda mi vida, al menos durante el resto de esa semana.

No creo en el futuro. Me niego a ser un número más de la lista. Me niego a la eterna espiral del coche, familia, sábanas blancas, vacaciones en Punta Cana, redes sociales, cubatas, televisión, secretaria, comida rápida, cine los sábados, porno en internet, la hipoteca, minuto de silencio ante las víctimas, MTV, lo abrefácil, operación bikini, paseos los domingos, ¿tienes fuego?, psicólogos y periodistas del corazón, agradar a los padres de tu novia, palomitas, “you know…”, fútbol, sexo esporádico, el puro en la boda, telediario a la hora de cenar, conversaciones insulsas en el ascensor, best-sellers, … Mierda, todo mierda, la misma mierda que me impulsa ahora a vender mi alma por un gramo de ese nacarado o moreno polvillo, pero mi dosis es la única mierda que me importa.

Un kiosko… Sólo busco un puto kiosko que pueda satisfacer mi mono y calmarme por unos instantes. Paso por una tienda de tabaco, de electrodomésticos y otra de videojuegos. Parece que se han puesto de acuerdo los dueños de estas céntricas tiendas para joderme bien. Joderme bien, bien jodido. Miro el reloj, son las ocho y cuarenta y dos aún. Joder, joder, joder. HOSTIA PUTA.

Una señora se fija en mí y aparta su mirada discretamente, agacha su cabeza hacia el suelo y acelera el paso. Las dos siguientes cuchichean entre ellas con la mano intentando ocultar lo evidente sin dejar de clavar sus ojos en mí. Un tipo que pasea a su perro también se fija en mí dando una calada a su cigarro con indiferencia. Más adelante un borracho pasa a mi lado sin dejar de mirar embobado a los pocos coches que pasan a estas intempestivas horas. Le dirijo una sonrisa, aunque sé que no me ve. Me identifico con él, pero mi cara vuelve a su estado anterior de rabia y desesperación al pensar que ambos estamos sujetos a las caprichosas exigencias de un vicio. Mi labio superior se levanta ligeramente, empiezo a sentir fiebre, mis ojos dan vueltas recorriendo edificios, coches, farolas, bancos, caras mientras mi ritmo cardíaco iba aumentando en cada zancada. Veo a una señora que sujeta su bolso con fuerza a su paso. “¡Eh! Rápido, saca todo lo que tengas del bolso” —le digo en un arrebato mientras la sujeto con fuerza por el brazo en plena calle. Asustada y temblorosa, saca su bolso con urgencia. “Por favor, no me hagas daño. Lo que sea, te daré lo que sea”. Un espejo, una compresa, lápiz de labios, pañuelos, un frasquito de una muestra de colonia, y finalmente su monedero. Sigo buscando con nerviosismo. Unas pastillas, esmalte de uñas, un abanico… Finalmente veo una chocolatina de marca barata casi derretida por el calor en el fondo de su bolso. Ella sigue atemorizada, me ha debido de confundir con un ladrón o vete tú a saber qué.

Cogí la rectangular y grasienta manzana de la discordia, el fuego de los dioses, y salí corriendo dándole un empujón en uno de sus hombros. Corría mientras la gente me miraba ahora abiertamente hasta llegar a un callejón. En la intimidad de su oscuridad me senté en el suelo para poder disfrutar de mi placer enteramente, con mis cinco sentidos. Estoy tan nervioso que no acierto a quitar el envoltorio de mi morena droga. Finalmente rasgo uno de sus lados con los dientes y devoro la chocolatina en un par de bocados. Sudor. Éxtasis. Palpitaciones. El mejor de los orgasmos, el mejor de los “ah…”. Felicidad.

domingo, 14 de junio de 2009

Ella y ella

-->
Había tenido un día terrible y de camino a casa sólo pensaba en dejarme caer sobre la colcha de la cama y esperar a que empezara un día nuevo. Al llegar recibí su mensaje: “A las 11 n l Novelty, vmos a djar el estrés n l culo d cien vasos, ok?”. Bueno, no tenía nada que hacer en realidad salvo dejar pasar las horas frente a la pantalla mientras lamentaba mi absurda existencia. “Allí nos vemos ;)”. Me depilé, me quité los puntos negros, me maquillé y me puse el vestido rojo y las medias de rejilla, pero arreglarme no me animó lo suficiente sino todo lo contrario porque con cada brochazo de maquillaje me percataba de lo traidora, engañosa y efímera que es la belleza.

-->
Salí a su encuentro y allí estaba ella, pletórica. Llevaba esos zapatos negros de tacón alto que tanto me gustan y una camisa cuyo escote que quitaba el hipo. Ella siempre estaba monísima y lo sabía. En cada una de sus pisadas se sentía la seguridad y fuerza que tanto atraían al sexo masculino eclipsando la presencia de cualquier otro agente externo a ella. De camino al bar, mientras me contaba lo buenérrimas que estaban las tortitas en no sé qué restaurante, la miraba con deseo. La admiraba yo también, pensaba en que yo podía ser como ella e irradiar carisma y encanto a mi paso. Podría empezar a vestir un poco más atrevida, podría oír su música y leer sus libros.

-->
Entramos en aquella taberna irlandesa y pasó ella primero. El bar entero pareció enmudecer. Todos y todas giraron sus cabezas hacia ella como si de un elefante enfundado en un traje de corredor de bolsa se tratara. Los chicos la miraban haciendo un repaso de sus piernas, su escote y sus ojos y las chicas comentaban entre ellas sin apartar sus miradas. En ese momento me di cuenta de todo. Nunca podía ser como ella, yo era una mota de polvo en ese momento, vagaba detrás de ella atenta a sus movimientos y sintiendo la rabia por dentro por mi insignificancia a su lado. Antes de pedir le dije que me acompañara al baño, ya no podía más. Me lavé la cara para tratar de tranquilizarme y ella empezó a hablar, cómo no, de cómo le había mirado no se qué chico monísimo del bar. Ya empezaba otra vez ella y su vanidad. Ella y ellos. Ella y ella. En un ataque de rabia la cogí por su terso y blanco cuello hasta zarandearla. Aprendí algo nuevo de ella: era demasiado perfecta para haber aprendido a pelear. Me tiró del pelo hasta hacerme retorcerme en el suelo y presioné su nuez hasta oírla gritar POR QUÉ, POR QUÉ. La muy zorra sabía por qué. Patadas, arañazos, mordiscos y golpes contra el suelo. Le tapé la boca, la tenía en el suelo, despeinada, su recién hecha manicura francesa clavada en mis brazos, pidiéndome ayuda desesperadamente. ¿Quién estaba ahora por encima, EH? Tardó en quedarse inconsciente y noté que mi cuerpo quedaba liberado al fin. La muy puta me había manchado el vestido.

La noche más larga del año

Me despierto en medio de la noche y el móvil que me regalaste marca la una y media de la madrugada. Sólo hace unas pocas horas que te fuiste y el nudo en mi garganta me indica que ya siento un gran vacío. Ya siento que no siento. Me doy cuenta de que no quiero seguir en la misma cama donde tus manos se encontraron con mi cuerpo ni quiero seguir oliéndote en la almohada; debiste haber arrasado todo al irte. Me miro en el espejo que nos vio ayer y noto una cara cansada de la distancia. Un suspiro y vagabundeo por el pasillo camino de la cocina. Me preparo unos tortellini. Me recuerdan a ti, aunque no me han quedado tan bien, debe de ser porque tú pusiste todo tu amor en ellos y yo me quedé sin tu ingrediente secreto ayer por la noche entre mis sábanas, dejándome sólo sus amargos posos de infelicidad. En la tele echan porno, lo que me faltaba. Me pongo NDNO y escucho tres segundos de su primera canción. Mejor me pongo una banda sonora. Suteki da ne me arranca una lágrima mientras escribo sobre lo mucho que te echo de menos y me desvanezco entre sus acordes. Esta será la noche más larga del año.