sábado, 26 de septiembre de 2009
Matanza de madrugada
sábado, 19 de septiembre de 2009
"Buenos días, imbécil".
Noto un suave cosquilleo en mi cintura. Debes de ser tú jugueteando. ¿Qué hora será? ¿Ya estás despierto? Noto cómo tu mano me acaricia desde detrás el brazo recorriéndolo de arriba abajo, lentamente, como si no me quisieras despertar aún. Lo estás haciendo muy despacio y ya tengo una sonrisa dibujada en mi cara. Me encanta. No tengo fuerzas para girarme y decirte en voz muy bajita un “estoy despierta”; hoy tengo el cuerpo enredado entre las sábanas. Acercas tu cabeza a mi hombro y me abrazas. Noto tu respiración en mi cuello. Me encanta sentir tu aliento y notar que respiramos al mismo tiempo, como dos relojes puestos en hora a la vez. Has dejado de hacerme cosquillitas y ahora noto tu respiración en mi oreja. Me acaricias las mejillas y después el pelo. Me estás mirando, lo noto. Puedo leerte la mente, no estás pensando en nada, sólo disfrutas de éste momento de felicidad momentáneo. Yo tampoco lo hago. Tengo ganas de cambiar de postura, pero quiero prolongar estos instantes haciéndome la dormida para ti. Estamos en completo silencio, sólo te oigo a ti inspirando y espirando aire despacito, muy calmadamente. Es un sonido muy masculino y eso me pone a mil. Me apartas la mano de la almohada, obligándome a girarme hacia ti. Ahora estamos frente a frente y te puedo oler. Me siento protegida entre tus brazos y me concentro en recordar tu olor para el resto de mi vida. Siento que soy completamente tuya mientras te paseas por mi clavícula y correteas con tu dedo índice por ella. Vas a hacer que estalle en una carcajada. Al rato subes hasta la comisura de mis labios y enredas tu pulgar entre mis labios, ahora medioabiertos. Vas dibujando una carretera por ellos. Al principio lo haces en su parte más exterior y poco a poco te vas acercando a mis dientes. Colocas tu dedo entre ellos y yo cierro la boca con fuerza. “¡¡¡Serás cabrona!!!”. Abro los ojos y te veo sonreír. “Buenos días, imbécil” te susurro.
miércoles, 2 de septiembre de 2009
Numa igreja
Entré silenciosamente empujando la pesada puerta y un fuerte olor a incienso me invadió por completo. Dentro había unas diez señoras de edad ya avanzada y de colores oscuros muy separadas unas de otras o de dos en dos, y a lo lejos vi a un señor que murmuraba a un micrófono unas palabras en una lengua que me era extraña. Las viejecitas de cuello alto miraban al suelo y movían los labios con rapidez, con los ojos cerrados y las manos sosteniendo algo parecido a un collar de cuentas.
Avancé por un pasillo lateral deteniéndome en cada capilla con mi cámara para admirar cada detalle mientras notaba cómo con cada uno de mis pasos las señoras giraban su cabeza hacia mí, atentas a todos mis gestos, buscando una distracción que les amenizara su estancia aquella mañana. Un paso, diez movimientos de cabeza, y palabras desgastadas y por lo tanto totalmente carentes de significado como música de fondo. Me sentí incómoda y decidí aminorar el paso e intentar hacer el menor ruido posible.
Terminé mi peregrinación y llegué finalmente a mi destino, el altar mayor, donde aquel señor seguía con la mirada fija recitando lo que supuse que eran unas oraciones. Desde allí pude ver la nave entera de aquella iglesia y vi a aquellas señoras como puntitos insignificantes en un cielo estrellado. Mientras enfocaba estatuas y columnas con mi Olympus me asaltó un pensamiento: hay formas más dignas de enfrentarse a la vida.
La actuación terminó y las cuatro señoras se levantaron con un gesto cansado una a una y se fueron por la entrada lateral. Entre sus murmullos y con ayuda de sus gestos pude entender algo sobre hacer la compra, sobre lo apuesto que era ese señor y sobre el nuevo tinte de una de ellas.