sábado, 26 de septiembre de 2009

Matanza de madrugada

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Con un paño mojado insistía en las manchas de sangre que habían quedado en la pared, moviéndolo enérgicamente de arriba a abajo. No quería dejar huellas de lo ocurrido aquella noche, pero temía que su marido se despertara al ver la luz de la mesilla de noche. La pared era rugosa y la tarea le estaba llevando más tiempo del que imaginaba. “¿Hasta qué punto ha merecido la pena?”

Esa noche había aprendido una lección, la de no dejar las ventanas abiertas de par en par una noche de verano calurosa.

El color rojizo iba cediendo con la fricción que hacían sus brazos y sonrió. Recordó lo absurdo de la situación. Esta vez la venganza se había servido en un plato ardiente, cuchara incluida.

Treinta y cinco grados de temperatura un jueves a las tres y diez de la madrugada. Estaban todos acostados, pero ella no podía conciliar el sueño. Sentía el fuerte olor de la amenaza arropada desde su cama y algo parecido a su instinto maternal le hizo estar alerta. No paraba de dar vueltas sobre sí misma buscando la mejor posición para el descanso que tanto ansiaba cuando los oyó. Habían llegado. No le dio demasiada importancia. “Deben de ser imaginaciones mías”.

Pero estaban allí.

De repente. En la oscuridad. Fue un intenso segundo. Notó un fuerte pinchazo en el muslo derecho y abrió los ojos para incorporarse ágilmente. Una mueca de dolor se dibujó en su cara y retorció cada músculo de su cuerpo. Estaba aterrorizada y confundida al mismo tiempo. Encendió torpemente la lamparilla y miró su herida asustada. Era grande, muy grande, y su pierna estaba ligeramente inflamada.

Enajenada, los vio a lo lejos.

Se puso la bata y ¡zas! Aplastó a uno de ellos con fuerza hacia la pared.

Su compañero salió hacia el pasillo. Esta vez se ayudó de un botecito que tenía desde hace años guardado en la cocina. Un toquecito, un movimiento rápido del dedo, y cayó atontado al suelo en unos pocos segundos. El peligro había pasado, por fin pudo respirar.

Ocurrió todo muy deprisa. No le gustaba lo que había hecho, pero no tuvo mucho tiempo para pensar. Su instinto de supervivencia la había dominado por completo.

Había acabado de limpiar la mancha y cuando se volvió hacia su cama vio a su marido mirándola. “Anda y ve a ponerte una pomada”.

sábado, 19 de septiembre de 2009

"Buenos días, imbécil".

Noto un suave cosquilleo en mi cintura. Debes de ser tú jugueteando. ¿Qué hora será? ¿Ya estás despierto? Noto cómo tu mano me acaricia desde detrás el brazo recorriéndolo de arriba abajo, lentamente, como si no me quisieras despertar aún. Lo estás haciendo muy despacio y ya tengo una sonrisa dibujada en mi cara. Me encanta. No tengo fuerzas para girarme y decirte en voz muy bajita un “estoy despierta”; hoy tengo el cuerpo enredado entre las sábanas. Acercas tu cabeza a mi hombro y me abrazas. Noto tu respiración en mi cuello. Me encanta sentir tu aliento y notar que respiramos al mismo tiempo, como dos relojes puestos en hora a la vez. Has dejado de hacerme cosquillitas y ahora noto tu respiración en mi oreja. Me acaricias las mejillas y después el pelo. Me estás mirando, lo noto. Puedo leerte la mente, no estás pensando en nada, sólo disfrutas de éste momento de felicidad momentáneo. Yo tampoco lo hago. Tengo ganas de cambiar de postura, pero quiero prolongar estos instantes haciéndome la dormida para ti. Estamos en completo silencio, sólo te oigo a ti inspirando y espirando aire despacito, muy calmadamente. Es un sonido muy masculino y eso me pone a mil. Me apartas la mano de la almohada, obligándome a girarme hacia ti. Ahora estamos frente a frente y te puedo oler. Me siento protegida entre tus brazos y me concentro en recordar tu olor para el resto de mi vida. Siento que soy completamente tuya mientras te paseas por mi clavícula y correteas con tu dedo índice por ella. Vas a hacer que estalle en una carcajada. Al rato subes hasta la comisura de mis labios y enredas tu pulgar entre mis labios, ahora medioabiertos. Vas dibujando una carretera por ellos. Al principio lo haces en su parte más exterior y poco a poco te vas acercando a mis dientes. Colocas tu dedo entre ellos y yo cierro la boca con fuerza. “¡¡¡Serás cabrona!!!”. Abro los ojos y te veo sonreír. “Buenos días, imbécil” te susurro.

miércoles, 2 de septiembre de 2009

Numa igreja

Entré silenciosamente empujando la pesada puerta y un fuerte olor a incienso me invadió por completo. Dentro había unas diez señoras de edad ya avanzada y de colores oscuros muy separadas unas de otras o de dos en dos, y a lo lejos vi a un señor que murmuraba a un micrófono unas palabras en una lengua que me era extraña. Las viejecitas de cuello alto miraban al suelo y movían los labios con rapidez, con los ojos cerrados y las manos sosteniendo algo parecido a un collar de cuentas.


Avancé por un pasillo lateral deteniéndome en cada capilla con mi cámara para admirar cada detalle mientras notaba cómo con cada uno de mis pasos las señoras giraban su cabeza hacia mí, atentas a todos mis gestos, buscando una distracción que les amenizara su estancia aquella mañana. Un paso, diez movimientos de cabeza, y palabras desgastadas y por lo tanto totalmente carentes de significado como música de fondo. Me sentí incómoda y decidí aminorar el paso e intentar hacer el menor ruido posible.


Terminé mi peregrinación y llegué finalmente a mi destino, el altar mayor, donde aquel señor seguía con la mirada fija recitando lo que supuse que eran unas oraciones. Desde allí pude ver la nave entera de aquella iglesia y vi a aquellas señoras como puntitos insignificantes en un cielo estrellado. Mientras enfocaba estatuas y columnas con mi Olympus me asaltó un pensamiento: hay formas más dignas de enfrentarse a la vida.


La actuación terminó y las cuatro señoras se levantaron con un gesto cansado una a una y se fueron por la entrada lateral. Entre sus murmullos y con ayuda de sus gestos pude entender algo sobre hacer la compra, sobre lo apuesto que era ese señor y sobre el nuevo tinte de una de ellas.