sábado, 31 de enero de 2009

Octubre

Ya casi estaba. Había quedado en recogerla a las once y sólo me quedaba guardar las llaves, el móvil y el tabaco, por lo que pudiera pasar. Me quedaban un par de cigarros de modo que tuve que desviarme para pasar por el estanco. Había unos mecheros de diseño pin-up que me llamaron la atención. ‘Creo que le gustaría. Qué diablos, se lo voy a regalar’.

Habíamos estado más de un año sin vernos. Ella había obtenido una beca para estudios de postgrado y estuvo viviendo en Suiza todo el curso académico. Nos enviábamos cartas muy a menudo y tenía miedo de que se olvidara de mí, pero hoy estoy aquí, esperándola con los botones de la chaqueta desabrochados, mi colonia favorita y el mechero de Max Fleischer recién comprado.

Llegué a la estación un poco antes de lo previsto, me entretuve mirando los paneles y me dirigí al andén. Enjambres de viajeros caminaban con la carga a cuestas, con los ojos encendidos y muy abiertos esperando llegar a su hogar y reencontrarse con los suyos. Otros estaban confundidos, deambulaban por los andenes con la mirada perdida, esperando una noticia o a alguien que les obligara a reaccionar. Por último estábamos los tipos como yo, los que impacientemente mirábamos el reloj y buscábamos entre las caras una que nos fuera conocida.

Me quité la chaqueta y me senté. Las dudas habían empezado a invadir mis cavilaciones y necesitaba un poco de tranquilidad que, suponía, no encontraría en aquella caótica estación. Los escombros de la memoria me asediaron, no podía dejar de pensar en lo que había pasado durante el tiempo que estuvimos separados. Probablemente hemos cambiado desde nuestros cafés en los descansos de clase.


Pasaban ya diez minutos. ‘Debe de estar al caer’, pensé. Con cada minuto de retraso me impacientaba más y más. La inseguridad me iba acorralando con cada movimiento de las manecillas de mi reloj de cuarzo. Me levanté y fui al lavabo para lavarme la cara, pensé que eso me espabilaría, que me haría poner los pies en la tierra. Paseé sin rumbo de un lado para otro de la estación, encendí un cigarro y traté de tranquilizarme. Funcionó.


Me volví hacia el panel. Ya había llegado. Me dispuse a mostrarle mi mejor sonrisa y esperé impacientemente en la parada en frente de donde me encontraba. Uno a uno iban saliendo cada uno de los pasajeros, era un flujo discontinuo, un goteo incesante que recogía a su llegada su equipaje. Iban desfilando poco a poco hasta que salió una mujer de unos treinta años, la última de todos.


Miré entre los pasajeros. Recorrí uno a uno con la mirada, esperando reconocerla. En el tren no quedaba nadie, no había venido. Sentí rabia e impotencia a la que siguió una profunda tristeza que no soy capaz de describir con palabras. Fui un iluso al pensar que después de tanto tiempo se presentaría. Saqué su mechero y lo dejé caer al suelo, una lágrima lo cubrió de amargura. ‘Ten, tu regalo’.

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