sábado, 31 de enero de 2009

Julio

Dicen que en vida hay que intentar ser feliz cueste lo que cueste, que no importan los medios, que el camino puede ser duro pero lo que verdaderamente importa es alcanzar esa felicidad y autosatisfacción. Eso, mucho me temo, sólo pasa en los cuentos que nos leen de pequeños; son cosas fáciles de comprender por nuestra incipiente conciencia. Cualquiera que haya viajado entiende que después de la primera curva la carretera se va haciendo más complicada y es más difícil mantener el control del volante.

Siempre he soñado en dedicarme a esto de la escritura. Desde pequeño me fascinaban los cuentos de hadas que mi madre me leía al pie de la cama. Tenía predilección por los hermanos Grimm y conocía de memoria la mayoría de sus historias, que solía repetir a mi abuelo creyendo que le hacía un favor instruyéndole en ese mágico e inalcanzable universo. Hoy me fascina el que fuera creado por unas mentes tan prodigiosas capaces de desentenderse de la dureza y crueldad de la vida para crear ilusiones de un eterno mundo sin preocupaciones donde refugiarse.

Con el tiempo pasé a interesarme por otros autores en prosa como Platón, Shakespeare, Dickens, Poe, Nietzsche, Molière, y Voltaire ya que me era más fácil de leer. Cuando tuve la destreza suficiente, pasé a Machado para probar con el verso. Mi madre solía decir que era muy fácil de leer y su pensamiento no era diferente al de un chico del siglo XX, de modo que fue mi puente entre prosa y poesía. Efectivamente acabé inmerso en los poemas de Neruda, Bécquer, Pope, Milton, Blake y Petrarca entre otros. Con el tiempo me fui formando mi capacidad crítica ante un texto gracias a lo que aprendía en aquellas largas noches. Encendía la luz pequeña evitando que mis padres notaran que estaba leyendo a escondidas, sintiéndome como un criminal despedazando a su víctima y procurando a la vez no manchar su gabardina.

Creí que era momento de explorar otro campo nuevo una vez conocidos los más célebres autores de la literatura universal, era momento de convertirme en uno de ellos. Quería sentir el calor de la pluma deslizándose sobre el papel impoluto que espera ser manchado de ideas y sentimientos. Me había dado cuenta por aquel entonces de las apariencias y mentiras de la farsa de vida, y era el momento de plasmar mi desilusión sobre una superficie de la misma manera que aquellos maestros a los que tanto admiraba.

Tal y como hizo Franklin, empecé imitando un modelo perfecto a mi juicio. Me atraía la vivacidad de Molière pese a no ser un gran amante del teatro, de modo que fue el dios a quien rezaba esperando adquirir su maestría. No compartía todas sus ideas pero sí de algún modo ese sentimiento de rechazo ante buena parte de la sociedad de la época. Él combatía contra la pedantería e hipocresía y yo contra las mentiras con las que se nos educa arrebatarnos violentamente nuestros sueños. Experimenté la agradable sensación de estar creando algo que podría leer en un futuro y de lo que estar orgulloso como un padre lo está de su hijo. Las ideas nacían en mi imaginación, fluían por mi mente y finalmente desembocaban en el mar del papel recién entintado. Era algo mejor que toda la producción literaria de Platón, era el sentimiento de poder crear algo y modificarlo a mi antojo, de estar más cerca de esos modelos que desde tan abajo admiraba.

Sentía con cada palabra escrita que había nacido para aquello, aunque no era para lo que me estaba preparando. Tenía mi futuro dispuesto para dedicarme a la abogacía desde pequeño por seguir los pasos de mi padre, hoy una figura consagrada en el círculo en que se movía. Estaba embarcado en un navío desde el que saludaba a mis acompañantes que se habían quedado en tierra. ¿Realmente me gustaba la idea de ser abogado o me había limitado todos estos años a seguir las directrices impuestas?

Lo más fácil hubiera sido continuar con mi carrera en Derecho, pero mi ya desarrollado espíritu crítico me lo impedía y me di cuenta de lo que realmente me gustaba y quería hacer en la vida. Escribir sería mi manera personal de alcanzar la felicidad que tanto buscaban los protagonistas de aquellos cuentos de gnomos, duendes, gigantes y elfos que quedaban ya muy atrás.

La noche en que se lo comuniqué a mis padres se me quedó grabada a fuego. Recuerdo sus caras de desaprobación y decepción. Tenían una brillante imagen de su hijo, grandes proyectos y expectativas para mi futuro y les deshice todos sus planes. Nunca más me verían como el orgulloso hijo del que presumir. Les decepcioné y me preocupaba cómo podrían sentirse ellos más que de mi propia felicidad. El panorama me desanimó mucho, pero pensado fríamente rendirme ahora no tenía ni pies ni cabeza. Se trataba de mi vida y a partir de entonces ellos serían espectadores. Por fin había escrito y creado mi propio cuento en que me refugiaría, mi propio Nunca Jamás.

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