martes, 10 de agosto de 2010

Mrs. Larcy

—Adah, treinta y cuatro. Esposa y madre de dos niños preciosos de cinco y seis años. Trabajo como supervisora de los productos bucales de una conocida empresa. Soy esa chica de la que se ríen cuando comenta que su empleo consiste en oler el aliento de un compañero tras mascar todo tipo de chicles, probar millones de pastas de dientes y enjuagarse con todo tipo de fluidos para comprobar la eficacia de los millones de productos que van saliendo al mercado.

Se oyó una leve risita en la casa. Adah dirigió su mirada hacia ella:

—No te preocupes, estoy acostumbrada. Vine a este grupo animada por Dan, mi psicólogo. Empecé a oír estando sola en casa, mientras hacía las labores del hogar. Ya sabéis: cocinar, limpiar el polvo, fregar, planchar... Me pasaba las mañanas encerrada en casa y trabajando por las tardes. Los niños se iban al colegio, mi marido a su trabajo y yo me quedaba con lo mío.

Dejó de hablar durante unos segundos para tragar saliva. Sus dedos se entrecruzaban continuamente y tenía la cabeza agachada. Estaba nerviosa, se notaba que era su primera vez en un sitio como aquel.

—Entonces empezó todo. Me comentaba cosas cada vez más a menudo como "esto se dobla así" o "hay que lavar tal cosa" mientras yo arreglaba la casa. Cuando iba al trabajo y en casa con los niños todo era perfectamente normal, perouna noche a los pocos meses empecé también a escucharla. Estaba dando vueltas sobre mi cama, no podía dormir. La voz apareció y me preguntaba cosas como que por qué no podía dormir, que si amaba a mi marido, que si me sentía orgullosa de mí misma, que si esa era la vida que de pequeña soñé... Entonces la reconocí. Era Mrs. Larcy, mi profesora del colegio. Cuando desenmascaré esa voz empecé a entablar conversaciones más interesantes con ella. En la cocina, en el salón colocando los libros, en el baño limpiando la bañera... Ahí estaba ella, conmigo, hablándome sobre la vida y quitándome el sueño por las noches.

Paró para coger aire y se quitó las arrugas de la falda.

—La relación con mi marido se deterioró bastante. Apenas hablábamos, él empezó a salir de casa mucho y yo no dormía por las noches con él por falta de sueño. Dejamos de mantener relaciones, yo dejé de salir con mis amigas y mi vida consistía en limpiar de día, trabajar por las tardes y pasear por la casa de noche. Todo se convirtió en un círculo vicioso. Mi marido y yo discutíamos a menudo y dejé de mostrar afecto e interés por los niños. Ellos le preguntaban a su padre qué le pasaba a su madre, por qué se reía sola, por qué tenía esa mirada nostálgica, por qué gritaba. Él les decía que mamá tenía mucho trabajo y llegaba cansada, pero que se me pasaría pronto si me cuidaban entre los tres. A veces sentía palpitaciones, sudores y mareos, pero no me preocupé demasiado porque creía que era del estrés. Me aislé de todo lo que tanto tiempo me costó conseguir, pero ella siempre estaba a mi lado, dándome consejos, consolándome y prestándome un hombro sobre el que apoyarme. El hombro que mi marido no supo darme nunca.

Se emocionó. Una lágrima cayó rápidamente por su mejilla y corrió avergonzada a su bolso a coger un pañuelo y se disculpó.

—No pasa nada, Adah —le dijo Gustav, que dirigía la sesión—. Todos sabemos por lo que estás pasando. Tómate tu tiempo y continúa cuando estés preparada.

—Un día la situación con mi marido se puso más tensa de lo que últimamente era normal. Él me empezó a gritar que ya no era la misma y yo le reproché sus continuas salidas de casa. Ambos nos pusimos nerviosos, él me levantó la mano y yo cogí los platos y los rompí contra la pared. Uno a uno, toda la vajilla, mientras él seguía gritando, con la cara roja y las venas del cuello hinchadas. Cogí un cuchillo y entonces me agarró por la cintura y forcejeamos hasta acabar en el suelo llorando abrazada a él. Entonces me di cuenta de que esto tenía que parar. Fui a Dan y estuvimos hablando. Me mandó a un psiquiatra y estuve siguiendo un tratamiento farmacológico. Antipsicóticos, neurolépticos, entrevistas psicoterapéuticas de apoyo y finalmente este grupo. Volví a salir progresivamente con mis amigas, me sentaba a hablar con mi marido y mis hijos e intentaba mantener mi cabeza ocupada, tal y como Dan me recomendó. Finalmente Ms. Larcy me dejó.

Adah volvió a echarse a llorar.

—Eso es maravilloso, Adah. Has conseguido salir de una enfermedad terrible. Eres un ejemplo de superación y esperanza para la gente con esquizofrenia.

—No, doctor. Es horrible. Me siento más sola que nunca. Dan dice que estoy sana y debería estar contenta, pero ya no encuentro ese apoyo que me daba en ninguna parte. Mi marido sigue saliendo. Menos, pero lo hace. Nos hemos distanciado, las cosas nunca han vuelto a ser las de antes y creo que tiene una amante. Con mis amigas tampoco me siento del todo cómoda. Al fin y al cabo ellas tienen sus problemas y yo los míos. Mrs. Larcy era mi única y mejor amiga, ahora es cuando me doy cuenta de lo que significaba para mí. Estoy desolada, no sé qué hacer ahora. Quiero volver a oír su calmada voz en mi cabeza.

En la sala, todos nos quedamos en silencio. Nadie se atrevía a contestar.

Ese fue el último día que vi a Adah, que dejó de venir al grupo de apoyo. Un par de años más tarde me encontré con Gustav y estuvimos charlando. Me comentó que Adah volvió a Dan y le pidió dejar de tomar los psicofármacos. Adah pudo volver a sentir el apoyo que necesitaba para poder hacer frente a su vida. Mrs. Larcy volvió.

1 comentario:

  1. Jajajja Me ha gustado el giro final. Bien mirado, si ella feliz nadie es para meterse en como consigue relajarse y estar en paz consigo mismo.

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