sábado, 24 de octubre de 2009

Hora del almuerzo

Les teníamos cogidos de las pelotas. El negro del fondo estaba temblando, detrás del grandullón. Cuando lo pienso fríamente, la escena es muy curiosa. Imagínatelo: dos tipos con manchas de sangre hasta detrás de las orejas apuntando con una pistola a un grupo de cinco tíos enfundados en impecables trajes de cuatrocientos pavos por un aro de cebolla.

Joder, todo es culpa del bastardo de Liam. Una de las principales máximas cuando no quieres buscarte problemas es no hacer preguntas cuyas respuestas no quieres saber. El muy gilipollas tuvo que preguntar qué llevaban aquellos cinco bajo la chaqueta cuando uno de ellos se le adelantó en la cola del local. Liam tuvo que cogerle aquel maldito aro de cebolla para que nos viéramos envueltos en esta situación.

Siete pavos de pie en el mostrador de un establecimiento de comida rápida y unas veinte personas cagándose las patas abajo escondidas bajo sus mesas.

- Largaos antes de que vuestras familias maldigan el día en que os cruzásteis a estos señores —me decía el grandote. Irónico, teniendo en cuenta que su cuchillo multiusos dirigía una mirada suplicante a mi Glock 17.

- Tienes muy malos modales. Pide perdón por haberte adelantado y todos podemos disfrutar de nuestro almuerzo olvidando esto.
Resultaba que uno de ellos tenía una placa de la policía falsa. Liam había estado trabajado con esos malnacidos lo suficiente como para identificar una copia tan barata. Tuvo que interesarse por ella. Tanto tiempo entre ellos ha acabado haciéndole tan mamonazo como ellos.

- El único que tiene malos modales aquí es el soplapollas de tu amigo —miró hacia atrás a sus compañeros—. Entiendo lo suficiente de Derecho como para saber que un robo contempla castigos más severos según la ley que el colarse en una jodida fila de un apestoso Kentucky Fried Chicken.

Te equivocas —mi pistola seguía apuntándole—. Analicemos la situación: Hemos tenido un día horrible en el trabajo dando hostias a tipos que no conocemos y se nos ha abierto el apetito. Nos acercamos al sitio más cercano, hacemos quince minutos de cola. Es sábado y la gente no tiene nada mejor que hacer que ponerse hasta el culo de grasa. Por fin es nuestro turno, pero unos desgraciados se nos adelantan y piden unos malditos aros de cebolla. Son uno veinte, gracias. Pensemos en el modo de preparación: descongelar los aros de cebolla, echarlos en el aceite de la freidora, freír y servir. ¡Perfecto! Disfrute de su dolor de estómago y pase un buen día. ¿Qué nos puede llevar eso, cuatro minutos? Pongamos cinco o incluso seis, tú ganas. Cinco o seis minutos frente a los veinte que hemos estado mi amigo y yo aguantando el hedor de un jodido gordo delante esperando nuestro turno para que un grupo de cabrones se me planten delante.

Los cinco se miraron entre ellos, confundidos por mi aplastante razonamiento.

- Está bien —se pasó la lengua por los labios—. Tú ganas. Pero antes dadnos la jodida placa.

- No deberíais jugar con estas cosas. Podéis toparos con gentuza como nosotros —me giré hacia Liam—. ¿Les devolvemos su plastiquito?

Liam se rascó la cabeza.

- Antes debo daros algo... —dijo Liam mientras se metía la mano en su bolsillo derecho.

Entonces el de la derecha, el que parecía marica, sacó una pipa rápidamente. Estábamos jodidos.

Apreté el gatillo. No recordaba lo del retroceso, mierda. Me pilló despistado y me moví un poco hacia atrás. Fueron sólo unos centímetros, pero los suficientes como para que al maricón le diera tiempo de disparar su semiautomática. Mi bala hizo de la pared del local una bonita obra de arte abstracto, pero ellos me dieron en el abdomen. Era de esperar: los sitios de comida rápida me dejan dolor de tripa. Se largaron sin despedidse, pero lo cierto es que fueron muy considerados al dejarse sus aritos.

Por fin era nuestro turno para pedir, me moría de hambre.

miércoles, 21 de octubre de 2009

A una crítica

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“Estimado Señor Campos:
Me permito la licencia de escribirle este pequeño mensaje como respuesta a su última crítica publicada en El Mundo, periódico para el que trabaja.

Usted tacha de pobre, típica, predecible e inmadura, entre otros adjetivos igualmente afectuosos, a mi última obra. Me alegro de que se haya al menos desplazado hasta el teatro para poder disfrutar de mi comedia sin tener en cuenta aspectos que seguro que un buen profesional como usted no ha considerado, como son el pago que le corresponde a su columna semanal y el vino posterior a la reunión. Sólo quería hacerle un apunte sobre la fragilidad de las críticas, sobre la facilidad de destruir el trabajo de un equipo formado por más de veinte personas que se han dedicado en cuerpo y alma a la representación de un texto escrito a lo largo de más de siete meses.

Recuerdo que la noche anterior al estreno creía que enloquecería por la presión acumulada. Estuve semanas sin dormir y apenas comiendo por los nervios y el estudio de cada pequeña parte de mi creación. Preparé unos ejercicios entre el equipo para que hubiera una relación más fluida entre nosotros, supervisé el vestuario personalmente, indiqué a cada uno de los actores cómo debían modular sus voces, me preocupé porque la iluminación fuera la indicada en cada frase pronunciada, estuve noches enteras diseñando los decorados y me llevó días enteros idear el maquillaje de los actores. Son pequeños grandes aspectos de mi trabajo diario que el público no tiene en cuenta al no ser conscientes de ello.
Ustedes los periodistas llevan una vida ajetreada. Su trabajo consiste en la elaboración de artículos de una cara de longitud donde tienen que expresar en un tiempo record sus impresiones basadas en un estudio de cuarenta minutos donde toman como base cuatro palabras en negrita de una enciclopedia online y un par de comentarios de ciertos hombres que se hacen llamar intelectuales. Alguien estudia un tema, opina, y doscientos periodistas calcan sus ideas de pie y con un café en la mano mientras hablan por móvil con sus parejas.
Le compadezco. La suya debe de ser una profesión dura. Debe escribir a contrarreloj y en un espacio muy limitado sobre cualquier tema que se le proponga desde arriba, sin llegar a sentir el torbellino de sensaciones que un cuadro, una novela, una composición musical o una representación le podrían llegar a provocar si dejara el cuaderno de notas en la papelera. Cuanta menos idea tenga de él, más ideas disparatadas y extremas tendrá, más lectores le censurarán o alabarán, y mayor será su popularidad. ¡Bravo! Ha ganado un crucero por el Mediterráneo, una horda de fans incondicionales y un ticket para ser famoso el resto de su vida.
No quiero extenderme demasiado, sólo tenga en cuenta por último que no busco compasión o reconocimiento, solo su reflexión de cuatro segundos entre crítica y crítica.

Atentamente,
J. Aguilar.

PD: Me pregunto si en sus relaciones sexuales también llevará consigo aquel bloc de notas."

“Me alegra recibir comentarios de mis lectores. Sólo puedo darle las gracias sinceramente por tomarse su tiempo al leerme cada mañana. Cosas como ésta me animan a seguir escribiendo.

Un abrazo, Martín Campos Cano."

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